lunes, 17 de febrero de 2020

El relato en un diente de ajo

 
¿Por qué relatamos historias? ¿Para pasar el rato? A veces. ¿Para informar? ¿Para decir algo que no ha sido dicho todavía? Sí, a veces, sólo para ganarnos el pan de cada día o para hacer que la gente entienda lo afortunada que es, dado que hoy la mayor parte de los relatos son trágicos. A veces parece que el relato tenga una voluntad propia, la voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero. Como los camellos cruzan el desierto, así los relatos cruzan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido. Siempre, siempre, desde el principio, la  vida ha jugado con el absurdo. Y dado que el absurdo es el dueño de la baraja y del casino, la vida no puede hacer otra cosa que perder. Y, sin embargo, el hombre lleva a cabo acciones, a menudo valientes. Entre las valientes, y no obstante, eficaces, está el acto de narrar. Estos actos desafían el absurdo y lo absurdo. ¿En qué consiste el acto de narrar? Me parece que es una permanente acción en la retaguardia contra la permanente victoria de la vulgaridad y la estupidez. Los relatos son una declaración permanente de quien vive en un mundo sordo. Y esto no cambia. Siempre ha sido así. Pero hay otra cosa que no cambia, y es el hecho de que, de vez en cuando ocurren milagros. Y nosotros conocemos los milagros gracias a los relatos.
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De “El relato en un diente de ajo”, contenido en el libro Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2002)

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