miércoles, 12 de abril de 2023

La jaula de Javier Villafañe

CUENTO: "LA JAULA" DE JAVIER VILLAFAÑE La jaula Nació con cara de pájaro. Tenía ojos de pájaro, nariz de pájaro. la madre, cuando salió del hospital, la envolvió en una manta y le cubrió el rostro. - ¿Nena? –le preguntaban las vecinas. - Sí, nena –respondía la madre. Y mostraba a la recién nacida envuelta en una manta desde la cabeza hasta las rodillas. Sólo se veían las piernas y unos escarpines color rosa. - Que Dios se la guarde, señora. - Gracias. Cuando la niña fue a la escuela, las compañeras la llamaron La garza. Una vez, en un recreo, le dijeron: - Volá. Y ella lloró. Nació con cara de pájaro. Tenía ojos de pájaro, nariz de pájaro. La madre, cuando salió del hospital, lo envolvió en una manta y le cubrió el rostro. - Que Dios se lo guarde, señora. - Gracias. Cuando el niño fue a la escuela, los compañeros lo llamaron El cuervo. Una vez, en un recreo, le dijeron: - Volá. El apretó los puños y lloró. Ni ella ni él volvieron a mirarse en un espejo. Se miraban en la pared cuando tenían que peinarse. Ella no salía de su casa. Le ayudaba a coser a su madre. El no salía de su casa. Le ayudaba a hacer el pan a su padre. Una vez, ella fue a un baile de Carnaval disfrazada de Colombina. Llevaba zapatos de raso y una antifaz blanco. El fue al mismo baile disfrazado de Pierrot. Llevaba zapatos de charol y un antifaz negro. Pierrot bailó con Colombina. Colombina sintió la mano de Pierrot que le acariciaba el cuello. Pierrot sintió la mano de Colombina que le apretaba la mano. Colombina y Pierrot salieron del baile tomados del brazo. Una pared los detuvo. Ninguno de los dos se animaba a quitarse el antifaz. Oían la música de la orquesta. Se acariciaban las manos. Ella fue más valiente; se sacó el antifaz y dijo: - Esta es mi cara. Él se sacó el antifaz y dijo: - Esta es mi cara. Se quedaron mirándose un largo rato y se besaron. Volvieron a ponerse el antifaz y siguieron bailando. Un mes después se casaron. Nueve meses después tuvieron un hijo. El llegó a la casa con una jaula. - ¿Qué es eso? –Preguntó ella. - La cuna –respondió él. Ella entró en la jaula con el hijo en brazos. Después entró él y cerró la puerta. Los tres se quedaron en la jaula, y fueron muy felices. Cantaban y se abrazaban con las alas.

Emilse y el mar

Por Enriqueta Barrio (*) La familia iba a viajar en coche y el personal de servicio lo haría en tren. Esas fueron las directivas del patrón, las que, por supuesto, serían acatadas sin chistar. Ella, Emilse, estaba nerviosa. Era la primera vez que salía de la casa y del barrio en los que estaba hacía ya largos cinco años, cuando con su madre llegaron de las Termas a Buenos Aires, recomendadas por la Madre Superiora del Convento de las Adoratrices, para trabajar en la casa de los Pérez Lovallol. La familia pasaba todos los veranos en Mar del Plata, donde tenían un chalet, pero a ella nunca la habían llevado, porque aún era muy joven y “no iba a hacer más que dar gasto”. Entonces Rosa, su mamá, partía a la costa y la dejaba llena de advertencias y recomendaciones en el sofocante verano porteño. Se quedaban tres largos meses, en los que Emilse se aburría muchísimo y Rosa cocinaba para todos, hambrientos por el aire de mar y la vida en la playa. Pero este verano ella, por fin, conocería el mar. Se le venían a la mente las bellas palabras de Alfonsina Storni, su escritora amada, a la que husmeaba cuando podía disimular un libro bajo el delantal y llevárselo a la pieza, para leerlo en las noches, antes de caer vencida por el cansancio. Y así eran ellos, los cinco que viajaron en el tren, en clase turista, buscando la migaja de pan. El chofer, Demetrio, serio y circunspecto; Rosa, regordeta e impecable; dos chicas del Chaco que no sabían leer ni escribir y cumplían funciones de mucama; y ella, con sus dieciocho años repletos de sueños de colores, de poesía, mar y golondrinas. Los vagones venían atiborrados. La mayoría eran de las provincias, morochos y morochas trabajadores que aprovechaban la temporada para servir en hoteles, restaurantes y casas de familia. Ellos no tenían vacaciones. Faltaba para eso. Algunas nodrizas se conocían de las plazas y charlaban alegremente como viejas amigas. Grupos de varones se unían enfrentando los asientos de respaldo movible y jugaban ruidosas partidas de truco, que estallaban en alegres risotadas cada cierto tiempo. Emilse miraba todo con ojos ávidos de novedad, apenas sonriendo, tímida y cohibida por la algarabía del ambiente. Rosa repartió trozos de tortilla fría y después una mandarina para cada uno. El ambiente festivo se aquietó un poco después del almuerzo, cuando los ronquidos de siesta hicieron de contrapunto al rítmico golpeteo del tren sobre las vías. Llegó entumecida, creyendo que vería ahí nomás el mar, pero no, parece que estaba lejos de la costa la estación. En un colectivo llevaron a muchos al Hotel Barreiro, lugar en el que pararían mozos, cocineras y mucamas durante la temporada. El hotel tenía una ubicación estratégica: cerca de los grandes chalets, pero no tan cerca como para que no quedaran claras las diferencias. Emilse puso sus dos delantales en el pequeño ropero que compartía con su madre, se hizo de nuevo el estirado rodete disciplinando su pelo fuerte y oscuro, y salió corriendo: iba a aprovechar las horas hasta que llegaran los patrones, iba a conocer el mar. El corazón le saltó de emoción al atisbarlo de lejos. Una gigantesca masa plateada que se agitaba tempestuosa levantando bruma de ensueño. Se sacó los zapatos cerrados y las medias rosadas y sintió la fría arena bajo sus pies. El viento austral la azotó impiadoso, y una lágrima se confundió con el salitre en su mejilla. Se supo hermanada con Alfonsina, y con todos los que encuentran en la costa un horizonte amplio y lejano, pero que se ve, que existe, que está. Y eso, para las almas sensibles, no es poco.

jueves, 30 de marzo de 2023

La sintaxis

La sintaxis”, de Cristina Peri Rossi Mi padre no hablaba nunca, y si lo hacía era con frases ambiguas; decía, por ejemplo: «Como usted quiera», «Como guste» y «Si lo desea». Eran frases extremadamente gentiles, pero las pronunciaba con un tono helado e incoloro de voz; tan opacamente, que en realidad podía decirse que no había hablado. Si mi madre le proponía un paseo, jamás decía que sí o que no; respondía, invariablemente: «Si tú quieres...», y uno pensaba que, efectivamente, para él daba lo mismo salir de paseo o quedarse. Mientras yo crecía, esta tendencia se fue acentuando, y también la irritación de mi madre. En realidad no se le podía hacer ningún reproche. Él no se destemplaba nunca; no padecía accesos de ira ni resultaba injusto, no maldecía ni soltaba improperios. Pero también era imposible halagarlo: no confesaba jamás un deseo. Hasta en la hora de comer parecía que si ingería algún alimento era por no rechazarlos; sin voluntad propia. Si mi madre le decía, por ejemplo: «¿Te gustaría un trozo de cordero para el mediodía?», él contestaba, invariablemente: «Si quieres...», y el trozo de cordero podía ser sustituido por una pechuga de pollo, un plato de fideos, una pata de cerdo o una tortilla de ajos, sin que la respuesta sufriera ninguna modificación. No asumir ningún deseo lo liberaba, quizá, de cualquier responsabilidad y también de cualquier gratitud. Y la exasperación de mi madre, librada a su propia iniciativa en el placer y en la desdicha, resultaba en apariencia un acceso histérico. Crecí en el rencor. Era cariñoso conmigo, su única hija, pero yo rehuía sus expresiones de afecto y me mostraba distante. Entre tanto, los accesos nerviosos de mi madre iban en aumento. Exasperada por la indiferencia gentil de mi padre, ella perdía el sentido progresivamente. A veces, agitada, abría y cerraba cajones por toda la casa sin saber qué buscaba. Eran gestos nerviosos, completamente despegados de cualquier objetivo. O repetía el mismo acto varias veces, histéricamente, sin atención ni memoria: doblaba en dos triángulos la servilleta, abría el cajón del armario, la metía adentro, cerraba el cajón; en seguida abría el mismo cajón, sacaba la servilleta, la desplegaba, volvía a plegarla y a guardarla. Sus ofrecimientos a mi padre ya no eran tan firmes. Con un hilo de voz, decía: «¿Quieres que me ponga el vestido blanco o el azul?», y él contestaba, opacamente: «El que prefieras». Durante un rato, ella vacilaba. Tenía dos vestidos: uno blanco y uno azul. Pero también, ahora lo recordaba, tenía uno rosa. ¿Acaso él hubiera deseado que ella le propusiera el rosa? Vacilante, insistía: «Si no quieres ni el blanco ni el azul, me puedo poner el rosa». Él la miraba inexpresivamente y contestaba: «Como gustes». Al fin, exasperada, ella gritaba: «Se trata de saber cuál te gusta más a ti». Él la miraba como si su grito destemplado fuera la comprobación de su locura y muy lentamente, respondía: «Me gustan de la misma manera», pero con un tono tan gris y opaco que más que una afirmación parecía un rechazo. Sin embargo, algo de verdad había en sus palabras: si mi madre se ponía el vestido azul o el blanco, nada en la helada gentileza de mi padre cambiaba. Ninguna fisura se abría en la hermética oscuridad de su deseo inexpresivo. Dolorosamente, me di cuenta de que las relaciones más profundas se estructuraban muy sólidamente en fórmulas rígidas y repetitivas: la imposibilidad de romper el lazo se manifestaba en la imposibilidad de modificar la sintaxis. La fórmula de relación entre dos —y entre tres: yo también me configuraba, menuda esfera en mitad de sus órbitas— permanecía tan fija como la rigidez del lenguaje, y quizá sólo una súbita interrupción de la monotonía de la sintaxis podría provocar una ruptura en el nudo de la relación. Quizá porque me di cuenta de eso fue que busqué, en la maraña de fórmulas fijas, una variación. Había advertido el pesó desproporcionado de la repetición. Cada vez que mi madre le decía: «¿Quieres entremeses o ensalada?», y él, mecánicamente, respondía: «Lo que quieras», sobre nosotros se desmoronaba el alud montañoso de la repetición: no era el peso de una sola pregunta ambiguamente contestada: era la acumulación de los días, de las frases la que caía sobre nuestras espaldas. A la vez, la pregunta esclerosada invita a la respuesta conocida. Era como un nervio estimulado siempre en el mismo sentido, capaz de responder al estímulo solo con la repetición de las condiciones anteriores. Pensé que era más fácil introducir una modificación en la estructura de la frase que en la relación entre mi padre y mi madre. Quizá, mágicamente, el nuevo orden de las palabras o la incorporación de unas nuevas tuviera la facultad de resquebrajar la estructura total. Hay estructuras en apariencia muy sólidas, pero que se vienen abajo rápidamente, tal es el deterioro interno que se ha producido de manera invisible. Esa tarde íbamos a salir de paseo los tres: así lo había proyectado mi madre ante la silenciosa indiferencia de él. Nerviosa, mi madre bajó las escaleras con esa leve excitación que denunciaba su inseguridad. Traía un par de sandalias en la mano, y en la otra, unos zapatos de tela. Mi padre jugaba distraídamente con las llaves en el fondo de su bolsillo. Ella se acercó alegremente y blandió ante él las sandalias, los zapatos. «Estoy tan contenta de dar un paseo», exclamó. No estaba mal, pero cualquiera podía darse cuenta de que se trataba, en definitiva, del prólogo a la pregunta, a la alternativa que de inmediato le propondría. Él también lo sabía, por supuesto. Yo cerré los ojos, y pensé: «Otra vez. Otra vez lo hará. Va a decirle qué prefiere». En efecto, con aire aparentemente ingenuo y juguetón, pero un poco afectado, mi madre agregó: «Querido, ¿qué prefieres, las sandalias o los zapatos?». Mi padre no dejó de jugar con las llaves en su bolsillo. Si miraba, era hacia alguna parte, más allá de la pared, invisible para nosotras. Esbozó una imperceptible sonrisa —fría como el muro— y contestó, sobriamente: «Haz lo que quieras». Mi madre permaneció de pie en el último peldaño, con las sandalias y los zapatos en las manos, como niños muertos. La sonrisa levemente eufórica desapareció de sus labios, y yo, aterrada, vi cómo bajaba los ojos y concentraba la mirada en aquellos objetos que ahora parecían desprovistos de cualquier encanto. De pronto, se ausentó: mirando fijamente ambos pares de zapatos estaba a punto de tener una de sus crisis nerviosas, mientras él, distante, esperaba. Lentamente me acerqué a la escalera. Mi madre temblaba imperceptiblemente y yo también. Iba a hacer lo de siempre: escoger uno de los pares —creo que yo prefería las sandalias— y ayudarla a ponérselos, cuando mi madre, con suma dificultad, hizo un último esfuerzo: «Me gustaría saber si te gustan más las sandalias o los zapatos», le dijo a mi padre, con una voz algo atildada, marcando mucho las palabras. Él la miró incoloramente. «Cualquiera de los dos», respondió con voz opaca. Entonces, de pie en el último peldaño de la escalera, me volví hacia él, de modo que mi cuerpo, más pequeño que el suyo, quedaba de frente a su perfil, y le dije, con voz firme y aparentemente tranquila: «Mentira. Estás mintiendo». La introducción de esta frase en la fórmula convencional tuvo un efecto de relámpago: mi padre volvió la cabeza rápidamente, como tocado por un filamento eléctrico, como si regresara de un sueño de espuma muy antiguo y me enfrentó. Sí, por primera vez un brillo fulgurante en sus ojos, un chispazo de orgullo y de valor. Era una mirada inteligente, tan aguda que obligaba a bajar los ojos. Estaba segura de no poder sostenerla; sin embargo, esforzándome, agregué: «En realidad no quieres ninguno de los dos. Ni zapatos, ni sandalias. Ni ir de paseo, ni quedarte. Ni a ella, ni a mí. Ni a ti. Esa es la verdad». Siguió mirándome con curiosidad, único animal vivo entre los zapatos, las sandalias y sus deseos ocultos. Esta curiosidad le encendía la mirada. El esfuerzo me había extenuado. Pensé que iba a sufrir yo también un acceso nervioso y que entonces él me despreciaría, pero fue mi madre quien comenzó a temblar, a sacudirse convulsivamente, y la escena —prevista en el antiguo guión— tuvo el efecto de apagar la mirada de mi padre. Otra vez la gramática conocida, la sintaxis rígida. Mecánicamente, mi padre fue a buscar un vaso de agua. Yo asistí a mi madre, que gemía y temblaba. Las sandalias y los zapatos, muy ordenados, esperaban, al pie de la escalera, el viaje imposible. En la cocina, mi padre había tenido tiempo de recomponer la mirada. Volvía a ser fría y distante. Ayudó a mi madre a ponerse de pie, la guió hasta una silla. Consolada por su asistencia, ella se volvió hacia mí. «No debes hablarle de esa manera a tu padre», me dijo, severamente. «No vuelvas a hacerlo», agregó mientras se sentaba. Sentí una violenta rebeldía. Las palabras se atorbellinaban en mi boca, pero me contuve. Hice un esfuerzo por controlar mis nervios. Busqué la mirada más opaca que podía encontrar y la alcé hasta mis ojos. La sentí cuajar como un lago helado. Cristalizó en pequeños espejos que miraban hacia adentro. Dirigí el lago helado en dirección a mi madre. «Como quieras», respondí con afectada suavidad y gentileza, marcando bien las palabras. Abrí la puerta y me fui a dar un paseo. Mientras salía, escuché decir a mi madre: «Creo que me pondré las sandalias. Combinan mejor con el vestido. ¿No crees?», y la voz de mi padre, metálica: «Como quieras, querida». en La ciudad de Luzbel y otros relatos, 1992

Medialunas (fragmento) por Osvaldo Bayer

Vivo desde 1933 en Belgrano. La primera vez que he visto dormir chicos en las veredas y en los umbrales es ahora. Ni siquiera se ponen un diario debajo. A veces duermen durante todo el día. Tal vez han llegado hasta aquí huyendo del gatillo fácil. Todos tienen el hermoso color de la tierra y ojos grandes. Salgo a caminar temprano. Diviso una mujer más bien pequeña. Sale de la panadería. Lleva paquetitos envueltos en papel de estraza. Despierta uno a uno a los chicos de la calle dormidos y le da un paquetito. Los chicos se despiertan, abren los envoltorios: son medialunas. Se ponen a comer sin dar las gracias ni saludar. Me da curiosidad y le pregunto a la mujer: –¿Por qué les da medialunas y no pan, que es más barato? –le digo. –Para que ellos vayan aprendiendo que también tienen el derecho a gozar de otras cosas –me dice, dura, como si yo fuera un entrometido. La veo alejarse. Es pequeña, tiene la misma estatura que la frágil Rosa Luxemburgo, la bella alma, la revolucionaria eterna, con su cráneo destrozado por los esbirros uniformados. –Tal vez Rosa –pienso– hubiera procedido igual que esta mujer. Se da vuelta, me mira, cree que soy un policía. Y no, la sigo observando porque he empezado a admirar a esa sencilla mujer de mi barrio. Por eso, ni subir las penas de prisión, ni meterles gatillo fácil. Medialunas.

La jaula de Javier Villafañe

CUENTO: "LA JAULA" DE JAVIER VILLAFAÑE La jaula Nació con cara de pájaro. Tenía ojos de pájaro, nariz de pájaro. la madre, c...