miércoles, 7 de octubre de 2020

Relato Soy madre

Son las 8.47 de la mañana del 12 de noviembre de 2019 y acabo de parirte hijo. Un mes antes de lo previsto, después de cuatro horas de trabajo de parto siento tu cuerpo caliente sobre el mío. Llorás y parecés untado en manteca. “Mi bebito”, digo y te miro incrédula desde que comenzamos a respirar el mismo aire. Así que esto es parir. Así que vos sos Lorenzo. A las 4 de la mañana me despierta la humedad de la bolsa rota. Dos horas después -mientras nos preparamos para ir al hospital- las contracciones son seguidas y cada vez más intensas. Del consultorio de guardia pasamos a la sala de dilatantes. Las contracciones no cesan. Cierro los ojos, puteo, pierdo la conciencia. Y de repente, ahí estás, te toco la cabeza con mis dedos. Me dicen que falta muy poco, me alientan y, entre pujo y pujo, me invade el miedo: “Y si me doy por vencida y quedás ahí, a milímetros del mundo exterior, atrapado en el paraíso de mi cuerpo”. Sin embargo lo logramos y acá estamos, oliéndonos, tocándonos, mirándonos. Mi bebito, repito mientras contemplo el techo del hospital, acostada en la camilla que empuja un enfermero vestido de celeste. Me llevan a la habitación desde la sala de parto. Atrás venís vos y tu papá. Ya estás vestido y limpio. Ya no llorás; ahora lloro yo. Una semana después salimos a la calle con vos por primera vez: Pero,¿qué pasa? ¿el mundo sigue igual? No se enteraron que nació mi hijo. ¿Cómo se sigue la vida después del impacto de tu llegada? Quiero gritar por la ventana del auto: “Nació Lorenzooooo”. Quiero cambiar el mundo, hacer la revolución y, a la vez, quiero quedarme para siempre encerrada en casa con vos, mirándote dormir. Tanto te busqué, tanto te esperé y acá estás. Ahora entiendo lo de amar a alguien más que a uno mismo; esa incertidumbre de tener tu vida en mis manos. Así que esto es parirte. Así que esto es parirme. Así que así empieza la arrolladora aventura de ser tu madre

sábado, 3 de octubre de 2020

Los reyes no se equivocan de Graciela Beatriz Cabal

Julieta terminó de lustrar los zapatos de ir a la escuela. Cierto que ella hubiera preferido poner las zapatillas rosas con estrellitas, las que le había regalado su madrina para el cumpleaños número seis. Pero la mamá dijo que esas zapatillas eran una pura hilacha y que qué iban a pensar los Reyes Magos. –Ya que estamos, Julieta –aprovechó la mamá–, dámelas que te las tiro de una vez por todas a la basura. Porque a la mamá de Julieta no le gustaban las cosas gastadas o con agujeros. Tampoco le gustaban las cosas sucias o desprolijas. Y siempre tenía la casa limpia, reluciente y olor a pino. Debía de ser por eso que la mamá de Julieta no podía ni oír hablar de perros. –Perros en esta casa, jamás –decía–. Los perros ensucian, rompen todo y traen pestes. Así que en la casa de Julieta no había perros, había tortuga. Y no es que Julieta no le tuviera cariño a la Pancha. Pero la Pancha era medio aburrida, y se la pasaba durmiendo en su caja. Lo que Julieta quería –y lo quería con toda el alma– era un perro. Un perro que le lamiera la mano y la esperara cuando ella volvía de la escuela. Un perro que le saltara encima para robarle las galletitas. Por eso Julieta le había pedido un perro a los Reyes. Y los Reyes se lo iban a traer, porque siempre le habían traído lo que ella les pedía. ¿Y su mamá? ¿Qué diría su mamá del perro?, se preguntó Julieta y el corazón le hizo tiquitiqui toc toc. Pero enseguida pensó que su mamá no iba a tener más remedio que aguantarse, porque uno no puede andar despreciando los regalos de los Reyes. –¡Julieta! –dijo la mamá– Sacá la basura a la calle y vení a comer... A Julieta no le gustaba nada sacar la basura, pero hoy tenía que portarse muy bien porque era un día especial. Así que agarró la bolsa de la basura –con sus zapatillas adentro, claro– y, sin protestar, atravesó el pasillo y la dejó en la vereda, al lado del arbolito. Mientras hacía esfuerzos por dormirse, Julieta pensó que ella, a veces, no la entendía a su mamá. ¿No era, acaso, que los Reyes Magos, tan poderosos y tan ricos, se habían atravesado el mundo entero para ir a llevarle regalos a un pobrecito bebé que ni cuna tenía? ¿Y esos Reyes se iban a asustar de sus zapatillas gastadas? Pero bueno, mejor pensar en el perro, que a ella le encantaría blanco y medio petiso. Y Julieta se quedó dormida. 30A la mañana siguiente, Julieta se despertó tempranísimo. Allí, junto a sus zapatos brillantes, estaba el perro. –¿Viste, nena? –dijo la mamá–. ¡Un perro, como vos querías! Mirá: si le tirás de acá, mueve la cola y las orejas... ¿Estás contenta? No. Julieta no estaba contenta. El perrito que le habían traído los Reyes era más aburrido que la Pancha. Porque la Pancha, por lo menos, estaba viva, aunque a veces mucho no se le notara. Este perrito no le lamería la mano a Julieta, ni le robaría las galletitas, ni nada de nada.... ¿Es que los Reyes se habían equivocado? Pero cuando, al rato nomás, Julieta salió a comprar la leche, pensó que no, que los Reyes Magos nunca se equivocan: al lado del árbol, con una de sus zapatillas entre los dientes y la otra entre las patas, había un perrito blanco y medio petiso. El perrito la miró a Julieta y, sin soltar las zapatillas, le movió la cola. Entonces Julieta lo agarró en brazos y corrió a su casa gritando: –¡¡Mamaaaá!! ¡¡Mamaaaá!! ¡¡Los reyes me pusieron uno de verdad en las zapa!! La mamá salió al pasillo y lo único que dijo fue: –¡Ay, mi Dios querido! Pero se ve que no se animó a despreciar un regalo hecho por los mismísimos Reyes, porque después de un rato de mirarla a la hija y al perrito, agregó por lo bajo: –Entren nomás, que este perrito necesita un baño de padre y señor mío...

sábado, 27 de junio de 2020

Carlitos Gardel


Carlitos Gardel
Un libro para chicos sobre Carlitos Gardel
“Carlitos Gardel”, de Graciela Cabal y Delia Contarbio
Todavía hay muchos que no creen que Carlitos se murió.
Cómo se va a morir, dicen, si la voz le sale cada día más clarita.(…)
Algunos, de envidiosos nomás, dicen que está escondido por ahí, para que nadie vea cómo se fue arrugando igual que una nuez.
Otros aseguran haberlo visto volando con unas alas enormes y transparentes (…).
Y también por la calle corrientes (que ya es una calle ancha), donde de tanto en tanto gusta pararse, ahora que el tiempo le sobra, para mirar Buenos Aires desde arriba y, de paso, hacer un poco de pinta.
Graciela Cabal

La pequeña oruga glotona

 

Cuento la pequeña oruga glotona

  1. 1. Una noche a la luz de la luna llena, reposaba un huevecito sobre una hoja
  2. 2. Un domingo por la mañana, nada más salir el sol, del huevo salió una oruga diminuta, que tenía mucha hambre
  3. 3. Enseguida comenzó a buscar algo que comer
  4. 4. El lunes atravesó masticando una manzana, pero aún tenía hambre
  5. 5. El martes atravesó masticando dos peras, pero aún tenía hambre
  6. 6. El miércoles atravesó masticando tres ciruelas, pero aún tenía hambre
  7. 7. El jueves atravesó masticando cuatro fresas, pero aún tenía hambre
  8. 8. El viernes atravesó masticando cinco naranjas, pero aún tenía hambre
  9. 9. El sábado atravesó masticando un trozo de pastel de chocolate, un helado, un pepinillo, una loncha de queso, una rodaja de salchichón
  10. 10. una piruleta, una porción de tarta de frutas, una salchicha, una magdalena y un trozo de sandía ¡Aquella noche tenía un tremendo dolor de barriga!
  11. 11. Al día siguiente ya era domingo otra vez. La oruga atravesó masticando una hoja verde. Y se sintió mucho mejor
  12. 12. Ya no tenía hambre. Ni era ya una oruga pequeñita. Ahora era una oruga grande y gorda
  13. 13. Se construyó una casa a su alrededor, un capullo, y se quedó allí encerrada Durante más de dos semanas. Un día hizo un agujerito en el capullo, luego empujó hacia fuera y…
  14. 14. ¡Se había convertido en una hermosa mariposa!

miércoles, 3 de junio de 2020

Me acostumbré...

"Me acostumbré
a ocupar toda la cama al dormir,
a no cocinar los domingos
y a volver a la hora que me da la gana.
Me acostumbré
a no dar explicaciones
y hacer lo que me gusta
sin que nadie me critique.
Me acostumbré
a comer a media noche
y ver mis programas favoritos,
a cantar en voz alta
y bailar por toda la casa.
Me acostumbré
a recibir llamadas a cada rato
y contestar mensajes muy tarde,
a salir con amigos
y a viajar algún que otro fin de semana.
Me acostumbré
al olor del café por las mañanas
y a caminar descalza por el jardín,
a tardar cuando me toca arreglarme
y a cancelar citas en el último momento
sólo porque sí.
Me acostumbré a mí,
a mis cosas,
a mi vida,
a estar sola..."
Texto: Anónimo.

martes, 2 de junio de 2020

Qué es una biblioteca?

Una biblioteca es como una segunda casa para las personas que leen libros. En la biblioteca están todos los libros y puedes leerlos gratis. Dentro de una biblioteca se cura la ignorancia, los libros son para la mente como las tiritas para las heridas. Las bibliotecas son tan importantes que tendrían que estar por todas partes, como las farmacias. 

Un beso antes de desayunar

 
Aquel día la madre de Violeta
tenía prisa, pero ¡claro que no
olvidó dejar el beso en su lugar!
Cuando Violeta se levantó,
cogió el beso y se lo puso en la mejilla.
Era un beso tan fuerte que estuvo
a punto de tirarla de espaldas,
tan inquieto que saltó de su mejilla a la nariz,
de su nariz a su frente, de su frente a su cuello
y después de besuquearla por todas partes,
escapó por la ventana.
Y voló, voló, voló hasta aterrizar
en las ramas de un almendro.
Como era invierno, el árbol estaba desnudo
y medio dormido, pero al sentir el bailoteo
del beso sobre sus ramas, floreció
y al instante se llenó de albaricoques listos para comer y chuparse los dedos.
Uno tras otro, todos los árboles del barrio
fueron contagiándose de su olor a primavera.
Los cerezos se llenaron de naranjas,
los ciruelos de peras
y los limoneros de manzanas maduras.
Después de saltar de rama en rama,
el beso, sonriente y feliz,
cayó de la copa del árbol
y voló, voló, voló hasta que un pájaro
que pasaba por allí lo llevó en el pico.
El beso de Violeta se acurrucó
entre sus plumas
y éstas cambiaron de color, volviéndose
azules, verdes y amarillas.
El gorrión estaba tan contento que surcaba
el cielo haciendo piruetas mientras cantaba
y cantaba sin parar…
Su alegría invadió a todos los pájaros
con los que se cruzaba y cada uno de ellos
entonaba hermosas melodías mientras
sus plumas se teñían de colores brillantes…”
*********
*Fragmento del libro “Un beso antes de desayunar” de Raquel Díaz Reguera, publicado por la editorial Lóguez, España, 2011

sábado, 30 de mayo de 2020

Dos palabras

Ilustración de Catrin Welz Stein

lunes, 25 de mayo de 2020

Poemas

 No busques más en tu cuaderno de geografía
No busques más en tu cuaderno de geografía
No busques mas tu cuaderno de geografía.
Yo lo saqué de tu morral.
No quisiste ir a matiné conmigo,
el domingo pasado.
Mis amigos me contaron
que estabas en compañía de Bermúdez,
el grandote que practica la lucha libre.
Me contaron que estabas muy linda,
y que te reias a cada rato.
No busques mas tu cuaderno de geografía.
Ahora que está lloviendo,
asómate a la ventana,
y verás pasar ochenta barquitos de papel.
No busques mas tu cuaderno de geografía.
 
USTED Usted
que es una persona adulta
- y por lo tanto-
sensata, madura, razonable,
con una gran experiencia
y que sabe muchas cosas,
¿qué quiere ser cuando sea niño?
 

La Coca


Para ella la limpieza era prioridad.
Coca, así le decíamos desde siempre, medía incluso la calidad de las personas con esa vara: la vara de la higiene, la que se olfatea al entrar a una casa, la que se pispea abajo de los muebles, la que no tolera una conversación cuando hay una mancha de por medio. Una mujer era buena o mala según su afán aséptico.
Sus labores domésticas eran súper profesionales. Nada de que te limpio esto porque está sucio, eso jamás. Se limpia de manera metódica, precisa, redundante, ordenada. Se limpia para que esté más limpio. Una mujer que se precie, se levanta a la misma hora, antes que el resto de la familia y comienza una serie de intensos quehaceres, que van a hacer de ella una mujer válida o no.
Así la criaron, así era su madre, así es la vida.
Disfrutraba esa limpieza, la excitaba, la reconcentraba. Reconocía cada superficie, cada olor, cada rincón de la casa al dedillo. Era su territorio, podía incluso advertir acciones y permanencias del resto de la familia, solo con su agudísimo ojo inspector. Un pelo acá, una media allá...indicios.
Jorgito era ahora el único que había quedado con ella, ya estaba en la tercera edad, y era viuda hacía rato.
La falta de contacto humano afectuoso (por no decir que no garchaba hacía siglos, que queda mal), la había endurecido y su carácter tomó las particularidades del amoníaco: agresivo, intenso, corrosivo y letal.
Mantenía sus rituales de limpieza como cuando eran una familia numerosa, y el pobre Jorgito saltaba de los patines en el piso a no olvidarse de poner la funda de plástico símil puntilla en el bidet. Él ya había aceptado su soltería y la idea de no pagar alquiler y tener quien le cocine, justificaba esos sacrificios a los que, por otro lado, se había acostumbrado.
Coca le comía la cabeza de manera atroz. Toda su vocación de picaseso, que durante años repartió entre todos los miembros de la familia, hoy caían sobre su hijo único. Él se había acostumbrado a no escucharla, y podía comer mirando la tele, asintiendo cada tanto al discurso agotador de su madre, generalmente acerca de alguna vecina y su mugre. Solo la interrumpía para pedirle un poco de ensalada, a pesar de tenerla a centímetros. Luego se estiraba, se sacudía las migas de encima y se levantaba murmurando algo así como "En un rato vuelvo..."
Coca quedaba con la anécdota a la mitad y, también entre dientes, decía "La otra mitad te la cuento mañana..."
Jorgito se iba al privado de La Perla, donde pasaba unas siestongas de lo más placenteras, sobre unas sábanas que de haberlas visto la pobre Coca, se hubiera puesto a llorar. Tanto esfuerzo para criar un hijo, mirá en que termina. Ni hablar de Sheila, la portorriqueña de la que se había Jorgito enamorado, con su pelo lleno de trencitas y sus uñas kilométricas, que vio en él a un buen pibe y la más segura forma de salir del barro.
Años se mantuvo esta rutina, y aunque Coca percibía claramente que su hijo "andaba en algo" (sobre todo al ver como dsminuía el sueldo que él dejaba religiosamente en un cajón), se hacía la que no y aquí no ha pasado nada.
Seguía frotando con los guantes de goma anaranjados, las juntas de los azulejos del baño. Rasqueteando el piso de madera de su pieza. Poniendo bicarbonato en las ollas ni bien se oscurecían.
Sacaba al sol el colchón de dos plazas y lo golpeaba furiosamente con una paleta de madera. Imaginaba pequeños ácaros caer fulminados y disfrutaba de la masacre.
Mirá si Coca hubiera sabido que días después, ese colchón se llenaría de aire caribeño y nunca más iba a ser azotado. Que sus cacerolas se iban a ennegrecer completamente friendo banana. Que la funda de puntillas del bidet iba a volar al más allá para nunca más volver.
Le hubiera dado un infarto de la bronca a la pobre Coca. Otro.

Secretos de belleza


 Estela entró a trabajar en Pozzi a los diecisiete años.
Es cierto que los diecisiete años de antes no son los de ahora. Los jóvenes de esa época se esforzaban por hacerse grandes lo antes posible: los chicos fumaban ni bien juntaban coraje, miraban ansiosos el funcionamiento del coche para manejar apenas se les permitiera (y antes también) y se vestían como tipos; algunos se veían realmente graciosos imitando maneras y peinados de hombres avezados. Las chicas querían parecer señoras y usar medias de nylon lo antes posible, imitando la manera de ser de mujeres adultas y no al revés como ocurre hoy.
Entonces ella a los diecisiete ya se consideraba una tipa hecha y derecha, capaz de pertenecer a la sección Accesorios para el Cabello sin ningún inconveniente.
Que boliche fabuloso era Pozzi en esos años.
El negocio había nacido como una fábrica de pelucas, ya que José Luis Pozzi, un tano de los primeros en hacerse llamar “coiffeur” por estos pagos, era especialista en la creación de melenas ficticias. Conocía el arte como nadie, distinguiendo las hebras sintéticas que mejor simulaban el cabello real, dándoles la orientación justa para que no se notaran las costuras. Las pelucas de pelo corto, medio y largo en las más variadas tonalidades de castaños, rubios y morochos que había en el país llevaban todas la etiqueta de Pozzi.
Salones enteros, poblados de cabezas de telgopor de expresión estilizada, exhibían las más variadas posibilidades de peinado. Luego se sumaron rodetes y chignones, postizos de las más diversas formas y complejidades; algunos llegaron a ser obras arquitectónicas que desafiaban la gravedad y la lógica. Estela tenía especial aprensión por el depósito de pelucas, y salía de él con el corazón en la boca y la respiración agitada, segura de haber visto de soslayo moverse alguna de las cabezas en el fondo.
Tal fue el éxito de las pelucas Pozzi que, a la muerte de José Luis, sus cuatro hijos continuaron con lo que ya era una empresa y ampliaron el rubro, convirtiéndolo en Perfumerías Pozzi.
Así, perfumes franceses, polvos volátiles en deliciosos envases de rebuscado diseño, hebillas y peinetas de carey, pomadas y rociadores con bomba de goma, poblaron las vitrinas inmaculadas de los locales de la firma que se extendieron por todo el país.
Para Estela ser una “Señorita Pozzi”, como se las nombraba por entonces, fue entrar a jugar en primera. La posibilidad de conocer algún señor que la sacara del barrio y la convirtiera en una señora, se hacía más cercana. Parece que eso era un mito nomás.
Se lo tomaba con toda la seriedad del caso, sintiéndose una privilegiada por pertenecer a ese mundo espléndido, en el que mujeres elegantes gastaban en una pasada por el negocio lo que ella ganaba en un mes.
Se levantaba a la seis, y planchaba el trajecito azul cubriéndolo con un papel de seda para no quemarlo ni dejarle marcas. Se maquillaba y retocaba las uñas, con esmalte blanco nacarado y salía por las veredas desiguales del barrio taconeando, mientras las viejas barrían, sintiéndose Gina Lollobrígida. No Sofía Loren, pensaba, que es más ordinaria.
Hablaba de Pozzi usando el “nosotros” y rivalizaba con las que trabajaban en Perfumerías Ivonne, “Por favor, no se puede comparar, vender Siete Brujas y Crema de Pepinos en esos envases berretas, vestidas con esos guardapolvos rosados”, decía frunciendo la boca con asco, “Nosotros vendemos Intimate de Revlon, Chanel número cinco, Dior, Saint Laurent, productos para mujeres finas, para Señoras….”
Las chicas de la cuadra la escuchábamos extasiadas mientras describía su trabajo en la cola de la panadería los domingos a la mañana, cuando íbamos a comprar facturas. Olía riquísimo y llevaba siempre un pañuelito al cuello con mucha elegancia, combinándolo con la ropa. Las demás vecinas, con sus bolsas de red y sus manos de trabajo, la miraban de reojo de arriba a abajo, queriendo encontrar el defecto, la falla, el pecado oculto; con una envidia mal disimulada.
Por supuesto se empezó a desatar la malidicencia, tan común en esas épocas de telenovelas y prejuicios. La de Bendomir la vio llegar una noche en un Taunus manejado por un hombre “muuuucho mayor que ella, ¡casado!”, ya que sus ojos de sesenta años le permitieron ver, de noche y a ochenta metros de distancia, una alianza indiscutible en la mano masculina sobre el volante.
Pochi, la almacenera, aseguró haberla visto en una whiskería del centro, sentada de piernas cruzadas en una de las butacas altas de la barra, en clara actitud de levante, a pesar de las cortinas cómplices y la escasísima luz del boliche de trampas. Por supuesto que la vio de afuera, “yo no te piso esos lugares ni loca”, cuando iba a buscar a su suegra para llevarla al kinesiólogo.
En cambio Rubén, el carnicero, la recibía con especial afecto, dándole siempre las mejores partes y agregándole una yapa o algún hueso para el perro, mientras la Coca, su mujer, lo fulminaba con la mirada desde la caja.
Estela pasaba por alto estas inquinas y seguía yendo y viniendo de Pozzi, siempre impecable y altiva.
Y así nos hicimos grandes, y un día nos dimos cuenta que Estela ya no se cocía en el primer hervor. Que el trajecito estaba un poco deslucido, que el perfume se había pasado de moda y olía pesado y polvoriento y que las Perfumerías Pozzi, otrora planeta del deseo, habían presentado Convocatoria de Acreedores. La llegada de unas pelucas chinas al país, las peleas salvajes entre los hermanos herederos, que los dejaron exhaustos y fundidos, y la posibilidad de viajar a Miami a comprar perfumes franceses al precio de un kilo de limones de acá, firmaron el acta de defunción de la empresa.
Siguió abierta unos años más, dando lástima, solo en el local del centro de la ciudad. Prendían la mitad de las luces para ahorrar y las peinetas con strasses se apagaron en las vitrinas.
Cuando Estela cumplió los cincuenta años de empleada, le dieron una placa redordatoria, cuatro pelucas pasadas de moda peinadas por el mismísimo José Luis Pozzi que olían a naftalina, un aplauso y si te he visto no me acuerdo.
La pobre se enteró al iniciar los trámites, que no habían hecho los aportes patronales, así que no cobró la jubilación nunca y siguió viviendo en el PH de sus viejos, el tercero del pasillo, haciéndole las manos a las mujeres del barrio, a las que recibía como cuando entraba una señora a la perfumería reluciente.
Las viejas de la cuadra bajaron la guardia y la sumaron a las charlas mañaneras, escoba en mano.
Eso sí, todas tienen las uñas de blanco nacarado, limadas y redondeadas a la vieja usanza, como las usaban las señoras en la calle Santa Fe.
La imagen puede contener: 1 persona, sonriendo, niños y primer plano
* En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora
enriquetabarrio@gmail.com

viernes, 24 de abril de 2020

El eco del primer beso



Cómo te explico que las nubes tropezaban en sus charcos y, cuando el sol no vigilaba, se disolvían como catarata fina entre los pliegues de mi pánico. Que un escuadrón de gotas incisivas quiso sofocar el rubor insolente de mi piel de plastilina, sin resultado, pues cada pálpito era un mar de fuego estremecido y sulfurado.
Cómo olvidar mis manos de gelatina amarrando mi timidez a un confinamiento fugaz, y retorciendo la inexperiencia en una cárcel de fresa que, ebria de frenesí, me espoleaba a ser valiente, a mirar el destino de frente, y llevarme mi trocito de eternidad.
En cada parpadeo temblaba la tierra, se desdibujaba al fondo el paisaje, y mientras el sol dormitaba en el cielo, empeñado en su duelo; la luna, amotinada, sonreía sin recelo envanecida por algún oscuro secreto propio de su linaje. Cantaba la lluvia sobre los cristales un redoble de corazones y es que resulta, por si no lo sabes, que en el reino de las diosas Afrodita escribe este momento en exclusiva para cada uno de sus mortales.
Navegaba, a la deriva, en el vaivén de unos ojos febriles, desafiantes y contenidos, que titubeaban entre la sed de mi boca y la fiesta de mis pupilas dilatándose en sordos aullidos. La lluvia ya ofrecía su aliento cálido, la voz cerrada; el alma expectante; el cuerpo rígido, la vida detenida, a expensas del inminente suspiro.
En esa pausa solemne un murmullo se acercó con sigilo, apenas un aleteo de gorriones silbando en el camino; un rastreador estudiando el atlas de un territorio desconocido.
La ansiedad abrió el apetito, el calor abrasó unos labios ya emancipados, forajidos, que tomaron las riendas y al galope conquistaron túneles subterráneos y océanos prohibidos. El beso se repliega, vuelve a la superficie a tomar aire a la orilla del río, para reiniciar, urgente, una voraz ofensiva por esa patria adictiva de miel y membrillo.
Así hasta que los ojos necesitaron reconocerse de nuevo y el espíritu decidió aflojar el latido, hasta que la quietud se hizo postal y la lluvia grabó en mi piel su sonido, hasta que pude sentir, por primera vez y para siempre, la huella inmortal de aquel extraordinario, dulce, y único beso tibio.



En un beso sabrás todo lo que he callado
Pablo Neruda

Quién maneja tu vida?

¿Quién maneja tu vida?



Está lloviendo copiosamente sobre la Ciudad. Faltan veinte minutos para las once y el tránsito avanza muy lentamente por la avenida. En una esquina, unas personas esperan resignadas la luz del semáforo para cruzar, cubriéndose como pueden. Están inmóviles, tratando de mojarse lo menos posible. Entre ellas hay una anciana apoyada en un bastón amarillo. Solo una persona se mueve nerviosamente de aquí para allá, oteando a cada momento el horizonte citadino. Por momentos se baja a la calle para ver mejor los autos que vienen a la distancia. Tiene el aspecto de un cincuentón bien parecido pero con el rostro desencajado. Lleva un paraguas en la mano, el que no pudo impedir que ya tenga los pies mojados.  Es el profesor Carlos Puentes y está desesperado.

Esta mañana se levantó bien temprano y se puso a repasar su conferencia sabiendo que antes de las once tenía que estar en la Facultad de Ingeniería. Hoy debe rendir una prueba de oposición en un concurso académico para nombrar a un nuevo profesor titular de su materia y la puerta del Aula Magna donde se hacer la prueba se cierra a las 11 horas sin excepción. Hace años que se está preparando para este momento. Hizo toda la carrera docente y hace mucho que es profesor adjunto en la misma cátedra de “Ciencia, Tecnología y Bioética”. Obtener ese cargo de profesor titular sería el gran reconocimiento de toda su carrera y la llave para su futuro. Podría ingresar al grupo de profesores destacados cuyas investigaciones se publican y viajar por el mundo dando conferencias. Además, cuando llegase el momento de la jubilación, podría retirarse debidamente reconocido y con un digno haber mensual.      

Los minutos pasan y el taxi no aparece. Ahora Carlos está enfurecido consigo mismo. Bien pudo salir una hora antes y hacer el trayecto con tiempo. Al fin y al cabo son apenas veinte cuadras de su casa a la Facultad. Pero no. Primero planchó su mejor camisa y corbata y lustró sus zapatos nuevos. Luego preparó el portafolio de cuero negro que un colega le había traído de Harvard. Al final se quedó en su vieja computadora hasta último momento cambiando detalles del texto de su disertación para que fuera magistral. Es que necesita una pieza retórica contundente para vencer a su rival, Ricardo Ortíz de Rosas. Éste profesor, si bien es cinco años menor y tiene menos trayectoria docente, es un hombre de apellido tradicional y heredó una gran fortuna con la que pudo, sin esfuerzo, asistir a conferencias, relacionarse con el mundo académico y financiar la publicación de sus investigaciones. Además, Ricardo Ortíz de Rosas es el preferido de José Espósito, el presidente del Jurado, una persona de origen humilde, muy meritoria en su carrera, pero que se deslumbra ante los que tienen apellido y dinero. Para peor Ortiz de Rosas está en la misma línea de pensamiento que Espósito, contraria a la de Carlos. Para ellos las investigaciones y experimentos científicos deben expandirse sin límites mientras ahorren costos de producción y brinden ganancias a las empresas que las financian. En cambio, para Carlos, los descubrimientos científicos no deben ser continuados si su aplicación es contraria a los valores morales, a los derechos humanos o al cuidado del planeta. Precisamente sobre esto versa la disertación que preparó para concursar.

Una pequeña luz roja y azul aparece en el parabrisas de un auto al final de la calle. El corazón de Carlos se acelera. Se baja a la calle y empieza a hacer señales. El taxi se acerca y enciende las balizas. ¡Lo logré! piensa Carlos. Mientras el auto se va acercando, Carlos se da cuenta de que lo que está ocurriendo no es nuevo en su vida. Cuando era niño un cura le había contado sobre la “Divina Providencia”, ese poder de Dios de ayudar a las personas justo en el momento en que están en peligro mediante la producción de un hecho inesperado. Pero le había advertido que la Providencia solo operaba cuando la gente tenía fe en ella. Si bien cuando fue grande abandonó las prácticas religiosas, mantuvo viva la fe en la Providencia y, hasta ahora, nunca le había fallado. Es más, creía tanto en ella que, muchas veces, se entregaba a lo que el destino le deparara sabiendo que todo iba a ser bueno. Por ejemplo, yendo hacia la Facultad, salía con mucho tiempo y caminaba sin detenerse siguiendo el camino que le marcaba la luz verde de cada semáforo, disfrutando el recorrido aunque tuviera que dar una larga vuelta porque siempre encontraba alguna belleza desconocida en la Ciudad. También cada vez que pasaba frente a una librería, se fijaba en el libro que estuviera colocado en el extremo más lejano del centro de la vidriera y, si no era de ficción, lo compraba y lo leía. Fue así que se fue formando una cultura personal y una visión del mundo. También la Providencia lo había protegido muchas veces. Había tenido dos parejas convivientes con las que había pensado en casarse y tener hijos. Pero cada vez que se había acercado la fecha fijada para la boda algún hecho inesperado y aparentemente casual le evidenció que debía terminar la relación. Así, por una carta caída debajo de la cama y por un frasco en una bolsa de basura que se rompió, pudo comprobar la infidelidad de una y la adicción de otra. También fue la Providencia la que lo hizo encontrar a Ana, una joven profesora con la que hace unos meses está de novio. La conoció tomando un café en el bar de enfrente de la Facultad un día que estaba cerrada por “desinfección” y ellos dos eran los únicos profesores que no habían recibido el aviso. Hoy, es un momento crucial para su carrera y, otra vez, la Providencia lo está ayudando.

Para sorpresa de Carlos, el taxi sobrepasa el lugar donde está parado y se detiene un par de metros más adelante. En seguida, la anciana de bastón amarillo  se acerca al rodado y toma la manija de la puerta para subir. Carlos se desespera, se pone al lado de la puerta y grita “Es mi taxi, es mi taxi”. La anciana lo mira estupefacta y se paraliza. Enseguida interviene el taxista y dice que él vio primero la señal de la anciana, que había levantado el bastón amarillo a espaldas de Carlos. Agrega, ya enojado, que no entiende como un señor de traje y corbata pretende robarle el taxi a una anciana un día de lluvia. Ella sonríe triunfante y sube al auto. Carlos queda abochornado, no puede creer lo que hizo. Por primera vez se encuentra perdido. Fue un grosero y un mal educado. Perdió la línea y, además, está a punto de perder la chance de ascender en su carrera.

Un bocinazo a sus espaldas lo sobresalta. Es de un auto verde conducido por una joven morena. La muchacha le sonríe, gesticula la palabra “Uber” y le hace señas para que se apure a subir. Ahora Carlos ya está sentado junto a la conductora. Mientras su vida va recobrando sentido piensa “La Providencia aprieta pero no ahorca”. Se ríe por dentro. Está feliz. En cinco minutos llegará a destino. Le cuenta brevemente su historia a Sandra, que así se llama la chofer, y le dice que ella forma parte del plan protectorio de la Providencia.
Ella lo escucha atentamente y enseguida se echa a reír.
-Estás totalmente equivocado Carlos. Me entró en el app. de la empresa un mensaje cifrado de la agencia haciéndome saber que aquí estaba un señor de traje esperando un taxi.
Ante la mirada incrédula de Carlos, Sandra le explica que, hoy por hoy, la web conoce y controla todos nuestros movimientos. Gracias a que usamos computadoras conectadas, celulares inteligentes, participamos en redes sociales, usamos tarjetas de crédito y compramos por la web, las empresas que manejan datos no solo poseen nuestra información personal sino que también conocen nuestras preferencias comerciales y políticas para vendernos o hacernos votar a quienes ellas quieren. Lo sabe porque trabajó un tiempo en Google. Pero, además, como hay cámaras de seguridad en las calles algunas llevan el registro de nuestros movimientos en tiempo real. Agrega que, seguramente, consta en el historial web de Carlos dónde vive y dónde trabaja, a qué hora dejó hoy de usar su computadora y a qué hora empieza el concurso en la Facultad. Con esos datos, y usando un algoritmo, una máquina pudo calcular que no tenía tiempo de ir caminando y que iba a necesitar un taxi en un día de lluvia. Es así que seguramente el robot habría disparado el aviso a la central automática de “Uber”, que fue quien le mandó a ella el mensaje cifrado
También le dice que, seguramente, todo lo que le pasó antes en la vida no era obra de providencia alguna sino de meras casualidades.
Carlos está ahora muy confundido. No sabe qué pensar y se mantiene en silencio.
-La “providencia” no existe Carlos. Las cosas pasan por mera casualidad o porque el “Big Data” está operando para venderte algo, concluye Sandra con la autoridad de una maestra que acaba de dar una lección sobre la redondez de la tierra.
Carlos sigue en silencio sin atinar a contestar nada. Siente que su mente entró en un cono de sombra.
Cuando el vehículo llega a la Facultad, paga, saluda y se baja rápido.

En la puerta de la Facultad está Ana esperándolo. Se la ve muy nerviosa.
-Menos mal que llegaste Carlos, apuremos que faltan apenas cinco minutos.
Carlos se alegra mucho de verla, la besa y camina con ella rápidamente hacia el interior del edificio. Todavía se siente un autómata.
-Estaba muy preocupada por vos. Llamé a tu casa y no contestabas, se ve que ya habías salido. Como no tenés celular ni usás internet no tenia forma de comunicarme ni saber qué te pasaba, dice Ana.
-No podés seguir viviendo así totalmente desconectado de la tecnología en plena era digital, con una computadora no conectada a la web y sin tener siquiera una tarjeta de crédito, le reprocha.
-Mañana mismo te regalo un celular y lo vas a tener que usar, concluye Ana.
Mientras van subiendo las escaleras hacia el Aula Magna el cerebro de Carlos repite una y otra vez las palabras de Ana. Si no tiene historial en la web mal podría ella estarlo manipulando.
Cuando llegan arriba su mente ya está clara de nuevo. Siente que recobró el control. Solo la Providencia dirige su vida.
La puerta todavía está abierta y Carlos sonríe.
¡Ahora sí está seguro de que va ganar el concurso!

Tomado de su blog

jueves, 23 de abril de 2020

Epidemia

EPIDEMIA

Se decía en los cafés, en las plazas, en los mercados: 
las palabras están muriendo.
Murió Eucalipto, murió Colectivo, murió Paraguas, tan querida por todos. Murió Curioso y murió Rebelión. Murió Ditirambo, pero a pocos importó, porque pocos la conocían. Agonía tuvo una muerte coherente, larga y dolorosa. Al entierro de Pan acudieron millones en masa.
Caían por docenas, contagiadas.
Alarmadas, las autoridades racionaron las palabras. Cada ciudadano podrá utilizar treinta al mes. Se persiguieron las perífrasis y los circunloquios, se declararon proscritos los rodeos: el lenguaje se volvió exacto, los oradores, cirujanos. Los locuaces fueron encarcelados y puestos a disposición de los jueces en vistas que nunca más volvieron a ser orales. Incomunicaron a los charlatanes y los mudos se erigieron al fin en modelos sociales, pero lo celebraron en silencio.
Se pusieron de moda las medias palabras. Los enamorados aprendieron a decírselo todo con la mirada, los amantes, con las manos.
Lingüistas, académicos y semiólogos trataron de explicar el origen de la epidemia, pero no encontraron las palabras. Las autoridades pusieron protección a algunas de ellas en virtud de su relevancia: Democracia, Quiniela y Sistema Financiero serían escoltadas en todo momento desde sus domicilios hasta las frases donde a diario se ocupan.
Y el lenguaje se llenó de ausencias. Los diccionarios se convirtieron en cementerios: morgues de papel alfabéticamente de la A a la Z.
En secreto, los enamorados guardaron diez, doce palabras, para decírselas en el momento exacto.
También los poetas hicieron provisión. En un sótano húmedo, sin ventanas, amontonaron trescientas palabras. Se sabe que entre ellas estaba Mañana, estaba Mantel, estaba Esperanza. Y se sabe también que, apostados sobre ellas con sus rifles, se aprestaron a defenderlas con la vida.


Un cuento triste

UN CUENTO TRISTE

   En su camino de regreso a casa, Eusebio recorrió otras muchas ficciones. Novelas respetadas por la crítica, guías de viaje ilustradas y manuales de autoayuda. Transitó por biografias no autorizadas de estrellas del pop, por historias basadas en hechos reales, con su probada capacidad para llegar al corazón de la gente, y hasta por un libro de poemas, donde se le hizo rimar con Armenio. Un lamentable error le llevó a las notas a pie de página de una importante novela contemporánea, de las que le costó mucho tiempo salir.
   Cuando llegó a su cuento, Angela había muerto ya. Desde entonces la visitó cada tarde en el cementerio. Sentado junto a su lápida, Eusebio narraba para ella las extraordinarias aventuras que había vivido: la vez que ayudó a Sandokán a retornar a nado, con el costado herido, a la isla de Mompracem; sus correrías junto a los cosacos de Taras Bulba a orillas del Don, o aquella vez que, escapando de los nazis, cruzó a la carrera el frente en el norte de Italia, en dirección a las tropas aliadas. Prudentemente, evitó mencionar los buenos ratos vividos con Shanon en los capítulos más tórridos de Hotel Lujuria.
   Fue allí también, junto a la tumba de su mujer, donde Eusebio juró quedarse en su cuento y cuidar de su memoria para siempre. Puede que fuera un cuento triste, pero era, a fin de cuentas, el suyo.

FERNANDO LEÓN DE ARANOA, Aquí yacen dragones, Seix Barral,.

martes, 21 de abril de 2020

El oficio de la palabra es un acto de amor

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Desbautizar el mundo,
sacrificar el nombre de las cosas
para ganar su presencia.

El mundo es un llamado desnudo,
una voz y no un nombre,
una voz con su propio eco a cuestas.

Y la palabra del hombre es una parte de esa voz,
no una señal con el dedo,
ni un rótulo de archivo,
ni un perfil de diccionario,
ni una cédula de identidad sonora,
ni un banderín indicativo
de la topografía del abismo.

El oficio de la palabra,
más allá de la pequeña miseria
y la pequeña ternura de designar esto o aquello,
es un acto de amor: crear presencia.

El oficio de la palabra
es la posibilidad de que el mundo diga al mundo,
la posibilidad de que el mundo diga al hombre.

        La palabra: ese cuerpo hacia todo.
        La palabra: esos ojos abiertos.

Amar es combatir


AMAR ES COMBATIR... OCTAVIO PAZ

Amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan las alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por un amo sin rostro;
el mundo cambia
si dos se miran y se reconocen,
amar es desnudarse de los nombres.
Margarita Sikorskaia
 

sábado, 18 de abril de 2020

Microcuentos

SONRISA
-Casi te mato mientras dormías –dijo él, de pie frente a la cama.
-Pero no lo hiciste –dijo ella, desperezándose entre las sábanas.
-Quise que me vieras sonreír –dijo él. Y apretó el gatillo.

TRANQUILIDAD
Anoche, en el instante anterior a dormirme, creí que mis ojos deliraban. A través de la ventana, vi tres Lunas en el cielo.
Al despertar, me tranquilicé. Las Lunas ya no estaban. En su lugar, había tres Soles.

LLUVIA DE VERANO
El inoportuno celular repicó en la mesita de luz. Atendí.
-Che, te estamos esperando. ¿Venís a la oficina?
-Está lloviendo como loco, hermano. No voy.
-¿Qué decís, estás borracho? Hay un sol radiante.
-Mirá. Nos vemos mañana. Acá diluvia, y tengo acucharada y desnuda a una mujer que hace minutos se asomó por la ventana y dijo que llovía a mares. Y si ella lo dijo…

Tomado del Eco de las palabras

lunes, 13 de abril de 2020

Sálvame



Yo no tengo dios, pero, si tuviera, le pediría: salvame.
Salvame de pronunciar, alguna vez, las frases "porque mi libro", "según mi obra" o "como ya escribí yo en 1998".
Salvame de estar pendiente de lo que digan de mí, preocupada por lo que dejen de decir, horrorizada cuando no digan nada.
Salvame de la humillación de transformarme en mi tema preferido, del oprobio de no darme cuenta, de la vergüenza de que nadie se atreva a advertírmelo.
Salvame de pensar, alguna vez, que en nombre de mi nombre puedo decir cualquier cosa, defender cualquier cosa, ofender a quien sea.
Salvame de creer que un anecdotario personal (mío: de cosas que me hayan sucedido a mí) puede ser el tema excluyente de una conferencia de dos horas o de un seminario de una semana.
Salvame de esperar que lo que escribo —o digo— le importe a mucha gente.
Salvame de traer a colación, en todas las conversaciones de café, en cada sobremesa con amigos, lo que yo escribí, lo que yo hice. Salvame de traer a colación, en todas las conversaciones de café, en cada sobremesa con amigos, lo que dicen los demás de lo que yo escribí, lo que dicen los demás de lo que yo hice.
Salvame de creer que nadie lo hace mejor que yo. Salvame de la ira contra quienes lo hacen mejor que yo: salvame de odiarlos secretamente y de decir, en público, que son resentidos, mediocres y plagiarios.
Salvame de creer que, si no estoy invitada, entonces la cena, el congreso, el encuentro no son importantes.
Salvame de la confusión de suponer que me recordarán por siempre.
Salvame de la tentación de pensar que lo que escribiré mañana será mejor que lo que escribí ayer. Salvame de la catástrofe de no darme cuenta de que ya nunca más podré escribir algo mejor que lo que escribí ayer (dame la astucia para entenderlo, el valor para vivir con eso y el temple de bestia que se necesita para no volver a intentarlo).
(Salvame de pronunciar, alguna vez, las frases "sólo iré si me dan un pasaje en primera clase" y "sólo iré si voy con mi marido". Salvame de creer, alguna vez, que mi editor debe ser también mi enfermero, mi mayordomo, mi terapeuta, alguien que tiene la obligación de ir a buscarme al aeropuerto, pasearme por una ciudad desconocida un domingo de sol y atender a mis más íntimos trances en la convicción de que hasta mis más íntimos trances son sagrados.)
Salvame de perder la curiosidad por nada que no sea yo, mi, mío, para mí, por mí, de mí, conmigo, en mí, contra mí, según yo.
Salvame de copiarme a mí misma, de usar siempre el camino que conozco. Salvame de no querer tomar el riesgo, o de tomarlo sin estar dispuesta a que el riesgo me aniquile.
Salvame de la adulación. Salvame de escuchar sólo lo que me hace bien, y de despreciar todo lo que no me alaba.
Salvame de necesitar la mirada de los otros.
Salvame de ambicionar el camino de los otros.
No me salves de mí.
De todo lo demás: salvame.
(de Leila Guerriero)

lunes, 6 de abril de 2020

Un dia golpearon a la puerta


 

Un día golpearon la puerta:
“Disculpe, encontré este corazón y creo que le pertenece”.
Así era, tiempo atrás hubiera sentido temor de ver mí corazón en las manos de alguien. Pero esta vez era distinto, creía que peor no iba a estar, y seguramente no tenía vida ya. Lo tomé y le dije: “Gracias”.

El sujeto me miró sin esperar otro tipo de respuesta, ni recompensa, sólo agregó: “Lo encontré y ya estaba vacío. Deben haberse llevado lo que estaba adentro”.
No podía explicarle que fui yo quién lo tiró en medio de la lluvia, en medio de la noche, que nunca me ocupe de volverlo a llenar, que llenarlo me costaba mucho más que vaciarlo regalando lo que ese corazón insignificante contenía.
Lo invité a pasar y le volví a agradecer. Le expliqué que no tenía manera de recompensarlo, a lo que sugirió un café en ese momento.

Dejé el corazón vacío sobre la mesa, y nos olvidamos de las horas charlando. El viajero venía de un lugar que no conozco, y le conté un poco de mí vida, quizá la parte que se puede contar.

Después de la charla y del café, se retiró asentuando “un placer conocerte” y si no era molestia repetir el café. Lo pensé unos segundos y, a decir verdad, hacía mucho tiempo que no pasaba un grato momento, tuvo un gesto noble al devolverme el corazón que encontró tirado, y tenía ganas de volver a verlo. Le dije que sí, que nos volveríamos a ver, después de todo él había sido la prueba fehaciente que ya no tenía miedo de volver a ver mí corazón en las manos de un extraño.
Se fue sonriente. Cerré la puerta. Fui hasta la mesa y me di cuenta que las tazas no estaban ahí, ni sus cucharitas, ni rastros de café, no estaba el aroma, como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido un sueño o una broma.

Estaba el corazón sólo sobre la mesa, me acerqué y miré en su interior y ahí estaba todo, tacitas, platitos y cucharas, la azucarera, y un par de palabras escritas que se habían hablado, un suave sonido de risas propia de los que recién se conocen. Sí, el corazón se había vuelto a llenar y sin dolor, y sin empezar mal, y sin forzar a que entre ahí lo que no cabe afuera. El corazón tenía algo adentro. Y ahí comprendí cómo, el día menos pensado, uno vuelve a empezar, sin buscarlo, creyendo que ya nada sorprende, que ya nada llena, hasta que algo nos recuerda de nuevo que la función de los corazones es llenarse continuamente para seguir viviendo.

Daniela Peralta
Ilustración: Nico Ilustraciones
@bitacoradeunaestrella

miércoles, 25 de marzo de 2020

Una reina perfecta (adaptación)


Una reina perfecta de Inés Garland

Busco a mamá aunque sé que nunca está cuando llego del colegio. Hay flores en la mesa de la entrada; en el baño de visitas veo la toalla de hilo recién planchada con un montón de tablas, como mi uniforme del colegio, y jabones nuevos, violetas, con perfume a violetas. Esta noche vienen invitados. Voy a la cocina y abro la heladera. En el estante del medio hay una mousse de chocolate, espumosa y perfecta. Me imagino que me siento en la alfombra del cuarto azul y me la como toda. Despacio. Con el dedo. Pero sé que la mousse no es para mí.  Ni siquiera la pruebo y me preparo una roseta con manteca para comer sentada en el piso del cuarto azul.

Al cuarto azul todos le dicen el escritorio menos yo. No es un escritorio, es un cuarto azul. Hay fotos en blanco y negro por todos lados. También hay un bar, dos puertas que se abren a una caja de espejos llena de botellas de líquidos dorados y transparentes y copas muy finas que mi hermana más chica se dedica a morder de vez en cuando, cuando nadie la está mirando.

Mamá y papá entonces corren hacia ella, papá le mete los dedos en la boca para sacarle los vidrios aunque mi hermana sigue lo más bien como si fuera normal tener la boca llena de vidrios de una copa que le han dicho muchas veces que es cara y regalo de casamiento, y que si ella sigue con esa manía no va a quedar ninguna. A veces me gustaría volverme Pulgarcita y meterme en el bar que tiene olor a madera con otra cosa que, algún día lo sabré, es whisky. Sería como vivir en una ciudad de edificios de vidrio: me vería reflejada en el cielo y en la tierra, multiplicada detrás de las botellas, en fila par los costados junto con los palos para revolver los tragos. También iría al cajón de la mesa de luz de mamá y me acostaría en una toalla chiquita y verde que tiene sobre un uñero de cuero con sus iniciales.

Mis hermanas deben de estar en algún lado, pero estoy sola en la casa y lo único que hago es esperarla a mamá para pedirle un plato de mousse. En algún momento ella llega, entra en la casa apurada con el pelo largo y rubio y su nube de perfume que en esta época es de gardenia aunque yo no lo sepa hasta años más tarde. Apenas la veo le pregunto si puedo comer un

poco de mousse, un poquito de mousse, le digo, para que parezca menos.

—Es para los invitados —dice mamá y ahora que ella volvió sí puedo ver a mis hermanas sentadas frente a la televisión en los bancos de madera y a Berta que cocina para la noche.

Mamá levanta la tapa de la olla y prueba.

—Póngale una pizca más de sal —dice.

El brazo de Berta busca el plato de sal. Pienso

que pizca debe ser cuando la sal se agarra así con la

punta de los dedos y se deja caer sobre la comida como

una nieve finita. Nevishca.

Mamá se va para su cuarto y la sigo. No insisto con lo de la mousse. Los no de mamá no se mueven jamás de su lugar. Son como piedras enormes y negras. Los dice así, muy quietos, aunque no parece pensarlos

mucho. Le salen fácil y las cosas se terminan ahí, en la piedra; si no, seguirían. Pero eso tampoco lo pienso ahora. La sigo por el pasillo y se mete en el baño, abre la ducha, antes de cerrar la puerta mira la hora, la veo acercarse la muñeca a los ojos, el pelo le cae por la espalda y debe ser un bosque suave lleno de perfume, un buen lugar para mí-Pulgarcita. En su cuarto, colgando sobre la puerta abierta del ropero hay un pantalón de

terciopelo negro envuelto en un plástico. Encima de la cama, un sweater de cuello alto con hilos de plata. En el piso, un par de botas negras, de taco, altísimas. Me saco los zapatos, me pongo las botas y abro la puerta

del ropero para mirarme en el espejo. El corazón se me debe de haber subido a la cabeza porque lo siento golpear ahí, como loco. Desde el espejo me mira mi cuerpo con el uniforme arrugado, veo mis piernas flacas dentro de esas botas de mujer. Después, de repente, es tarde. Mamá está parada en la puerta con la salida detoalla y la gorra de baño y yo me saco las botas muy rápido pero me caigo sentada y las medias se me quedaron ahí dentro y de la puerta se cae el pantalón y mamá lo levanta. Qué hacés acá, los dedos, las botas recién lustradas, andá a lavarte las manos inmundas.

Algún día habré olvidado estas palabras. Las recordaré mientras escriba y pensaré que no debería repetirlas.

Mamá cierra la puerta y detrás de la puerta se debe de estar soltando el pelo, dejándolo caer de golpe, todo junto. Como Rapuntzel, pero no lo sueltapara que yo suba a la torre por la trenza y la rescate, lo suelta para esperarlo a papá.

Papá no es el mismo de la foto que está en el cuarto azul, una foto en blanco y negro donde aparece pensando, con la camisa muy blanca y corbata y muy serio. El de la foto es el de la mañana. Ahora papá tiene la corbata floja y está arrugado. Se va planchado a la mañana y vuelve arrugado a la tarde. Pasa por la cocina a darles un beso a mis hermanas.

—¿Por qué no vas a ver la tele, vos? —me pregunta cuando se encuentra conmigo en el cuarto azul. Le preguntaría a él si puedo comer mousse, pero

él nunca dice nada de esas cosas. —Preguntale a tu madre —me contestaría. Me toca la cabeza. Lo sigo por el pasillo hasta que se mete en el cuarto. La veo a mamá de espaldas en la penumbra. Se da vuelta de golpe cuando entra papá. Tiene el cuerpo echado hacia atrás. Algún día

notaré que siempre aleja el cuerpo, como si tuviera que soportar contra su voluntad la cercanía de los demás, pero ahora me parece que está tomando envión para saltar hacia adelante como una gata enojada.

—Cada día llegás más tarde —dice.

Papá me mira y cierra la puerta. Me acuesto en el piso. No escucho las palabras de las voces atrapadas en el cuarto. Me duele la barriga. Por debajo de la puerta un aire frío y con olor a tierra de la alfombra me sopla

en la cara. Seguramente me baño y como fideos o arroz, mientras Berta va y viene del comedor con el mantel, las servilletas blancas con olor a plancha; copas, miles de copas en una bandeja que después pone en fila

al lado de cada plato; los cubiertos, también en fila, tenedor chico afuera, tenedor grande adentro, cuchillo chico afuera, grande adentro y hay que frotar todo con un repasador limpio para que brille después, cuando

mamá venga y prenda las luces y las cosas se llenen de estrellas como si el cielo se hubiera caído en la mesa.

Mamá toca el timbre de su cuarto. Berta va. Viene. Busca un vaso de agua. Va. Viene. Trae las botas.

—¿Qué tenías que ir a tocar? —me dice.

Se va al lavadero. Vuelve con las botas y va. Viene. Llena dos jarras de plata con agua de la heladera

y mucho hielo. En el baño mamá se está pintando con la puerta abierta. Al salir me sonríe y algún día pensaré que es como verla en la televisión.

—¿Ya comieron? —pregunta.

La sigo al living donde pone música. La sigo a la cocina. Habla con Berta.

Mis hermanas la miran. Sabré cuando escriba esto quea mis hermanas también les parece una reina lejana esta mujer de pantalones de terciopelo y sweater de brillitos y pelo largo y rubio que le cae por la espalda.

La reina dice que podemos saludar a los invitados cuando lleguen. Mi hermana más chica tiene que prometer que no va a morder ninguna copa.

Un rato más tarde estamos bogando entre los

invitados.

.Qué grandes que están. Qué amor. Están cadadía más iguales a vos. A Esteban. Aire de familia. Mamá me apoya una mano en el hombro, su

brazo lleno de pulseras tintinea cerca de mi oreja.

—Está idéntica a su abuela —dice una de las amigas con voz muy fuerte. Y habla de mí. No me es fácil imaginarme con la cara de miabuela.

Papá le alcanza un vaso de vino a una amiga de mamá.

—Qué amor —le dice ella y le toca la cara. Su mano de uñas pintadas se queda un instante en la cara de papá. Mi hermana trata de morder una copa pero la ven y nos mandan a la cama por eso.  Mamá me empuja un poco por la espalda. Papá es el que nos lleva al cuarto.

Hablamos en voz baja en la oscuridad, mis hermanas y yo. Lo escribiré porque lo habremos hecho en todas las fiestas. No recordaré ninguna de nuestras conversaciones.

Desde el living llegan voces, la música, algún grito, una risa muy fuerte de un amigo de papá que se ríe así siempre, como si quisiera que todos sepan

que algo le hizo gracia. Mis hermanas se duermen. Yo escucho la puerta corrediza del comedor cuando mamá la abre para que pasen a comer. Me quedo dormida.

Me despierto sobresaltada. Hay alguien en el pasillo. Se oyen las voces del otro lado de mi puerta

cerrada. Alguien se ríe y toma mucho aire como si se ahogara. Una voz —la conozco aunque ahora no quiera reconocerla— se enrosca en el aire y baja y sube, una voz de víbora que se arrastra por debajo de mi puerta y vuelve al pasillo y parece subirle por el cuerpo a la otra voz, de mujer, que hace ruidos cortos, suspira, se queja muy despacio como si no quisiera que la escucharan.

—Estás loco —dice la voz de mujer—, por favor, basta. La voz de víbora se mueve por el aire, baila. La voz de mujer vuelve a decir, “loco”, pero se ríe

cuando lo dice. De repente mamá está llamando a papá. Su

voz viene nadando por el pasillo donde alguien volcó de golpe los ruidos de la fiesta.—Esteban —está diciendo.

La puerta de mi cuarto se abre y alguien entra y la cierra con rapidez.

—Esteban —vuelve a decir mamá—. Ya no

sabía dónde buscarte.—Me moría por una aspirina —dice papá del

otro lado de la puerta. Oigo respirar a la persona que se metió en mi

cuarto. Me quedo muy quieta.

—Hay en el botiquín. La persona que se metió en mi cuarto se aplasta

contra la pared. Estoy segura de que va a oír mi corazón en la oscuridad. Una de mis hermanas habladormida. Siento el aire que entra de golpe en la boca de la persona que está contra la pared. Mucho después de que las voces de papá y mamá ya no se oigan, abre la puerta y se va. Deja su perfume estancado en el aire del cuarto. Para un cumpleaños alguien me regalará ese perfume. Ese día abriré la tapa del frasco para olerlo yrecordaré esta noche escondida en mi memoria. Me vuelvo a quedar dormida. Unos gritos exaltados de papá me despiertan. Ya no hay música ni

otras voces. Me levanto. El living huele a cigarrillo. La puerta corrediza que da al balcón está abierta y papá y mamá están afuera. Papá se agarra de la baranda con el cuerpo asomado hacia abajo y habla a los gritos como

si les escupiera palabras a sus amigos que están en la calle. Mamá saluda con el brazo en alto.—Qué manga de borrachos —dice papá y los

dos se dan vuelta para entrar. Antes de que se den cuenta de que estoy ahí los miro un momento. Mamá está seria y tiene la cara muy blanca. La boca despintada queda desnuda y triste y la hace parecer enferma. Cuando escriba tendré que admitir que es como una victoria verla así. Y que

me da mucho miedo.—¿Dónde estabas cuando desapareciste? —le

dice a papá. En ese momento me ven. —¿Puedo comer un plato de mousse? —digo.—No hay más —dice mamá.

En el mismo instante en que lo dice, veo la mousse. En el piso, al lado de un parlante. Queda un poco menos de la mitad pero no la voy a poder comer.

Está llena de colillas de cigarrillo aplastadas en la espuma o flotando en un líquido grisáceo. —Andá a tu cama —dice mamá, pasando por

delante de mí. La sigo hasta el baño, la veo de perfil frente al

espejo. Se recoge el pelo y se lo ata detrás de la nuca.

Sabe que estoy ahí, mirándola. Entonces, sin sacar la

vista del espejo, cierra la puerta.

La jaula de Javier Villafañe

CUENTO: "LA JAULA" DE JAVIER VILLAFAÑE La jaula Nació con cara de pájaro. Tenía ojos de pájaro, nariz de pájaro. la madre, c...