miércoles, 30 de octubre de 2013

Un día como hoy nacía Miguel Hernández

"Para la libertad", Miguel Hernández
EL HERIDO


II Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
MIGUEL HERNÁNDEZ, El hombre acecha, (1938-39)

domingo, 20 de octubre de 2013

martes, 15 de octubre de 2013

Prólogo a "Las travesuras de Naricita" de José Monteiro Lobato

Prólogo de Cristina Fernández a "Las travesuras de Naricita", de José Monteiro Lobato
Mamá o mi abuelo acostumbraban atender a cuanto vendedor de libros tocaba el timbre de nuestra casa. Eran épocas de ventas en cuotas interminables. Diccionarios en tres tomos, gigantescos y pesados, que apenas con mis seis o siete años alcanzaba a bajar de los estantes para leer, colecciones enteras de todo tipo de enciclopedias, revistas y fascículos de la Biblia, y otros relatos que luego mamá mandaba a encuadernar. La lista sería infinita, como grande la biblioteca que se fue formando en esos años de infancia.
 
Sin embargo, mi memoria registra con absoluta nitidez la llegada a casa de la colección completa de lo que recuerdo como Las travesuras de Naricita y Perucho, de Monteiro Lobato. Su formato de tapas duras, coloradas, con las líneas de los rostros de Naricita y Perucho, en dorado, constituyen un registro visual imborrable. Más que leerlos, literalmente devoré esos textos que iban de las fantasías más alocadas a la enseñanza de historia, geografía, geología y todo tipo de conocimiento. Emilia, la muñeca de trapo, terca y caprichosa, intrigante y rezongona, pero querible como pocas, convivía con el Vizconde – un marlo de maíz con galera e impertinentes – siempre atinado, serio y responsable. Naricita y Perucho, dos niños fantasiosos, aventureros, inquietos y siempre deseosos de saber más, podrían haber sido uno de nosotros. Doña Benita, la abuela, era una “abuelísima” de gafas y pelo blanco que con la ayuda de la negra Anastasia – la “tía” inefable creadora de Emilia, la muñeca – hacían de la quinta del “Benteveo amarillo”, un lugar en el que todos hubiéramos querido vivir.
 
Pasada mi niñez pensé que todos esos personajes pasarían a formar parte de los lejanos recuerdos de una infancia feliz de muñecas y libros, de juegos y conocimientos. Sin embargo, la vida, el destino personal o el del país, o ambos en intensa combinación, hicieron que volviera a encontrarlos en dos oportunidades más.
 
Una fue durante el año 1976. Había transcurrido largo tiempo desde mis lecturas infantiles. En nuestra biblioteca familiar, bajo mi impronta, y luego la de mi hermana Gisele, se habían incorporado otros textos. Junto a Monteiro Lobato, estaban Hernández Arregui, Rodolfo Puiggrós, Arturo Jauretche, Scalabrini Ortiz, Marechal, Cooke, Franz Fanon, Walsh, Perón, Galeano, Benedetti, Darcy Ribeiro, Paulo Freire, Sartre, Camus, y tantos otros.
 
Las fantasías habían dado paso a las utopías, las aventuras a la militancia, el conocimiento puro y casi aséptico a otros conocimientos: el del entramado cultural que, al amparo de dictaduras militares recurrentes, sumía en la desinformación y la expoliación a nuestro país y a nuestra Latinoamérica.
 
Una tarde de febrero de 1976, irrespirable, no sólo por el calor, sino por lo que sucedía – que presagiaba tragedias mayores –, llegué a casa de mamá. Ya no vivía allí, el año anterior me había casado con un compañero de la facultad. La encontré a mi hermana forrando las tapas de los libros cuya sola tenencia, en caso de allanamientos – muy frecuentes en aquellos días – eran el pasaporte directo a la cárcel, en el mejor de los casos.
 
Gisele al mismo tiempo cortaba las primeras páginas de los libros de Naricita y Perucho y los pegaba en los libros de Puiggrós, de Fanon, Walsh o Cooke. “Qué estás haciendo loca?”, le pregunté – siempre amable y diplomática-. Me miró y me dijo: “¿yo, loca?”, loca está mamá que nos quiere quemar todos los libros; te aviso que ya te tiró al pozo ciego todos los “desca” y las “militancia”.
 
– El Descamisado y Militancia eran dos semanarios obligados de aquella época -, y siguió forrando tapas “peligrosas” y pegando páginas de los libros de Monteiro Lobato, mientras yo la miraba absorta, sin saber si reír o llorar. No hice ninguna de las dos cosas, me fui a mi casa de City Bell, en las afueras de La Plata, donde vivía con Néstor Kirchner, quien había dejado de ser mi compañero de facultad, para transformarse en mi compañero de vida.
 
Nunca allanaron la casa de mamá; nunca volví a preguntarle a mi hermana si Naricita y Perucho seguían mezclados con aquellos libros de mi juventud. La mente humana se las arregla para esconder, en algún pliegue lo que no queremos recordar.
 
Pasaron los años y la dictadura. Néstor fue elegido intendente de su ciudad natal en 1987, y yo, diputada provincial de Santa Cruz en 1989. En 1991 él fue gobernador de la provincia, cargo por el que fue reelegido en los años 1995 y 1999. En el año 2003, fue electo presidente de todos los argentinos.
 
Treinta años exactos después de aquellas lecturas, de aquellos fuegos. Comenzó su presidencia en un país al borde de la disolución económica y social después del default, sin olvidar Malvinas y una generación desaparecida, que había abrevado en aquellos textos queriendo escribir una historia distinta. Desde 1995, fui elegida, en distintas oportunidades, como diputada y senadora nacional, cargo, este último, que ocupaba cuando Néstor asumió como presidente. Durante el año 2008, tuvo lugar mi tercer encuentro con Naricita y Perucho. Esta vez fue – cosas de la vida – en el Brasil.
 
El Brasil de Monteiro Lobato. Ya no era una niña que leía incansablemente; tampoco era la joven militante peronista del cigarrillo permanente en la mano, que leía y discutía todo el tiempo. Tenía 55 años y era la presidenta de la República Argentina, en visita oficial a la hermana República Federativa del Brasil. Compartía la mesa con Luis Ignacio Lula da Silva, su presidente, y Celso Amorim, su canciller, entre otros. De repente, en la conversación volvieron a aparecer Naricita y Perucho – nunca voy a recordar el motivo –. Celso hace referencia a Monteiro Lobato y entonces le conté acerca de mis lecturas infantiles. No lo podía creer. Eran también sus preferidas.
 
Allí surgió la idea de patrocinar por parte del gobierno del Brasil una nueva edición de las aventuras de Naricita y Perucho, esta vez prologada por mí. Y aquí estamos. No sé si éste será mi último encuentro con estos niños entrañables; si los hijos de mis hijos leerán libros, o serán definitivamente atrapados por Internet. No lo sé. Espero que no, por ellos: se perderían el placer indescriptible de abrir un libro y no saber qué van a encontrar, a imaginar, a fantasear.
 
Se perderían las sensaciones que provoca atravesar esta vida, construyendo utopías y abriendo caminos, que parecían definitivamente cerrados para nuestro país y nuestro continente. Por eso, espero nuevos encuentros. Por ellos y por nosotros. En definitiva, por todos. A Naricita y Perucho, a Emilia y el Vizconde; a Anastasia y doña Benita y a todos lo que contribuyeron a alimentar mis sueños y forjar mis Utopías.
 
Cristina Fernández de Kirchner.

La jaula de Javier Villafañe

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