sábado, 30 de mayo de 2020

Dos palabras

Ilustración de Catrin Welz Stein

lunes, 25 de mayo de 2020

Poemas

 No busques más en tu cuaderno de geografía
No busques más en tu cuaderno de geografía
No busques mas tu cuaderno de geografía.
Yo lo saqué de tu morral.
No quisiste ir a matiné conmigo,
el domingo pasado.
Mis amigos me contaron
que estabas en compañía de Bermúdez,
el grandote que practica la lucha libre.
Me contaron que estabas muy linda,
y que te reias a cada rato.
No busques mas tu cuaderno de geografía.
Ahora que está lloviendo,
asómate a la ventana,
y verás pasar ochenta barquitos de papel.
No busques mas tu cuaderno de geografía.
 
USTED Usted
que es una persona adulta
- y por lo tanto-
sensata, madura, razonable,
con una gran experiencia
y que sabe muchas cosas,
¿qué quiere ser cuando sea niño?
 

La Coca


Para ella la limpieza era prioridad.
Coca, así le decíamos desde siempre, medía incluso la calidad de las personas con esa vara: la vara de la higiene, la que se olfatea al entrar a una casa, la que se pispea abajo de los muebles, la que no tolera una conversación cuando hay una mancha de por medio. Una mujer era buena o mala según su afán aséptico.
Sus labores domésticas eran súper profesionales. Nada de que te limpio esto porque está sucio, eso jamás. Se limpia de manera metódica, precisa, redundante, ordenada. Se limpia para que esté más limpio. Una mujer que se precie, se levanta a la misma hora, antes que el resto de la familia y comienza una serie de intensos quehaceres, que van a hacer de ella una mujer válida o no.
Así la criaron, así era su madre, así es la vida.
Disfrutraba esa limpieza, la excitaba, la reconcentraba. Reconocía cada superficie, cada olor, cada rincón de la casa al dedillo. Era su territorio, podía incluso advertir acciones y permanencias del resto de la familia, solo con su agudísimo ojo inspector. Un pelo acá, una media allá...indicios.
Jorgito era ahora el único que había quedado con ella, ya estaba en la tercera edad, y era viuda hacía rato.
La falta de contacto humano afectuoso (por no decir que no garchaba hacía siglos, que queda mal), la había endurecido y su carácter tomó las particularidades del amoníaco: agresivo, intenso, corrosivo y letal.
Mantenía sus rituales de limpieza como cuando eran una familia numerosa, y el pobre Jorgito saltaba de los patines en el piso a no olvidarse de poner la funda de plástico símil puntilla en el bidet. Él ya había aceptado su soltería y la idea de no pagar alquiler y tener quien le cocine, justificaba esos sacrificios a los que, por otro lado, se había acostumbrado.
Coca le comía la cabeza de manera atroz. Toda su vocación de picaseso, que durante años repartió entre todos los miembros de la familia, hoy caían sobre su hijo único. Él se había acostumbrado a no escucharla, y podía comer mirando la tele, asintiendo cada tanto al discurso agotador de su madre, generalmente acerca de alguna vecina y su mugre. Solo la interrumpía para pedirle un poco de ensalada, a pesar de tenerla a centímetros. Luego se estiraba, se sacudía las migas de encima y se levantaba murmurando algo así como "En un rato vuelvo..."
Coca quedaba con la anécdota a la mitad y, también entre dientes, decía "La otra mitad te la cuento mañana..."
Jorgito se iba al privado de La Perla, donde pasaba unas siestongas de lo más placenteras, sobre unas sábanas que de haberlas visto la pobre Coca, se hubiera puesto a llorar. Tanto esfuerzo para criar un hijo, mirá en que termina. Ni hablar de Sheila, la portorriqueña de la que se había Jorgito enamorado, con su pelo lleno de trencitas y sus uñas kilométricas, que vio en él a un buen pibe y la más segura forma de salir del barro.
Años se mantuvo esta rutina, y aunque Coca percibía claramente que su hijo "andaba en algo" (sobre todo al ver como dsminuía el sueldo que él dejaba religiosamente en un cajón), se hacía la que no y aquí no ha pasado nada.
Seguía frotando con los guantes de goma anaranjados, las juntas de los azulejos del baño. Rasqueteando el piso de madera de su pieza. Poniendo bicarbonato en las ollas ni bien se oscurecían.
Sacaba al sol el colchón de dos plazas y lo golpeaba furiosamente con una paleta de madera. Imaginaba pequeños ácaros caer fulminados y disfrutaba de la masacre.
Mirá si Coca hubiera sabido que días después, ese colchón se llenaría de aire caribeño y nunca más iba a ser azotado. Que sus cacerolas se iban a ennegrecer completamente friendo banana. Que la funda de puntillas del bidet iba a volar al más allá para nunca más volver.
Le hubiera dado un infarto de la bronca a la pobre Coca. Otro.

Secretos de belleza


 Estela entró a trabajar en Pozzi a los diecisiete años.
Es cierto que los diecisiete años de antes no son los de ahora. Los jóvenes de esa época se esforzaban por hacerse grandes lo antes posible: los chicos fumaban ni bien juntaban coraje, miraban ansiosos el funcionamiento del coche para manejar apenas se les permitiera (y antes también) y se vestían como tipos; algunos se veían realmente graciosos imitando maneras y peinados de hombres avezados. Las chicas querían parecer señoras y usar medias de nylon lo antes posible, imitando la manera de ser de mujeres adultas y no al revés como ocurre hoy.
Entonces ella a los diecisiete ya se consideraba una tipa hecha y derecha, capaz de pertenecer a la sección Accesorios para el Cabello sin ningún inconveniente.
Que boliche fabuloso era Pozzi en esos años.
El negocio había nacido como una fábrica de pelucas, ya que José Luis Pozzi, un tano de los primeros en hacerse llamar “coiffeur” por estos pagos, era especialista en la creación de melenas ficticias. Conocía el arte como nadie, distinguiendo las hebras sintéticas que mejor simulaban el cabello real, dándoles la orientación justa para que no se notaran las costuras. Las pelucas de pelo corto, medio y largo en las más variadas tonalidades de castaños, rubios y morochos que había en el país llevaban todas la etiqueta de Pozzi.
Salones enteros, poblados de cabezas de telgopor de expresión estilizada, exhibían las más variadas posibilidades de peinado. Luego se sumaron rodetes y chignones, postizos de las más diversas formas y complejidades; algunos llegaron a ser obras arquitectónicas que desafiaban la gravedad y la lógica. Estela tenía especial aprensión por el depósito de pelucas, y salía de él con el corazón en la boca y la respiración agitada, segura de haber visto de soslayo moverse alguna de las cabezas en el fondo.
Tal fue el éxito de las pelucas Pozzi que, a la muerte de José Luis, sus cuatro hijos continuaron con lo que ya era una empresa y ampliaron el rubro, convirtiéndolo en Perfumerías Pozzi.
Así, perfumes franceses, polvos volátiles en deliciosos envases de rebuscado diseño, hebillas y peinetas de carey, pomadas y rociadores con bomba de goma, poblaron las vitrinas inmaculadas de los locales de la firma que se extendieron por todo el país.
Para Estela ser una “Señorita Pozzi”, como se las nombraba por entonces, fue entrar a jugar en primera. La posibilidad de conocer algún señor que la sacara del barrio y la convirtiera en una señora, se hacía más cercana. Parece que eso era un mito nomás.
Se lo tomaba con toda la seriedad del caso, sintiéndose una privilegiada por pertenecer a ese mundo espléndido, en el que mujeres elegantes gastaban en una pasada por el negocio lo que ella ganaba en un mes.
Se levantaba a la seis, y planchaba el trajecito azul cubriéndolo con un papel de seda para no quemarlo ni dejarle marcas. Se maquillaba y retocaba las uñas, con esmalte blanco nacarado y salía por las veredas desiguales del barrio taconeando, mientras las viejas barrían, sintiéndose Gina Lollobrígida. No Sofía Loren, pensaba, que es más ordinaria.
Hablaba de Pozzi usando el “nosotros” y rivalizaba con las que trabajaban en Perfumerías Ivonne, “Por favor, no se puede comparar, vender Siete Brujas y Crema de Pepinos en esos envases berretas, vestidas con esos guardapolvos rosados”, decía frunciendo la boca con asco, “Nosotros vendemos Intimate de Revlon, Chanel número cinco, Dior, Saint Laurent, productos para mujeres finas, para Señoras….”
Las chicas de la cuadra la escuchábamos extasiadas mientras describía su trabajo en la cola de la panadería los domingos a la mañana, cuando íbamos a comprar facturas. Olía riquísimo y llevaba siempre un pañuelito al cuello con mucha elegancia, combinándolo con la ropa. Las demás vecinas, con sus bolsas de red y sus manos de trabajo, la miraban de reojo de arriba a abajo, queriendo encontrar el defecto, la falla, el pecado oculto; con una envidia mal disimulada.
Por supuesto se empezó a desatar la malidicencia, tan común en esas épocas de telenovelas y prejuicios. La de Bendomir la vio llegar una noche en un Taunus manejado por un hombre “muuuucho mayor que ella, ¡casado!”, ya que sus ojos de sesenta años le permitieron ver, de noche y a ochenta metros de distancia, una alianza indiscutible en la mano masculina sobre el volante.
Pochi, la almacenera, aseguró haberla visto en una whiskería del centro, sentada de piernas cruzadas en una de las butacas altas de la barra, en clara actitud de levante, a pesar de las cortinas cómplices y la escasísima luz del boliche de trampas. Por supuesto que la vio de afuera, “yo no te piso esos lugares ni loca”, cuando iba a buscar a su suegra para llevarla al kinesiólogo.
En cambio Rubén, el carnicero, la recibía con especial afecto, dándole siempre las mejores partes y agregándole una yapa o algún hueso para el perro, mientras la Coca, su mujer, lo fulminaba con la mirada desde la caja.
Estela pasaba por alto estas inquinas y seguía yendo y viniendo de Pozzi, siempre impecable y altiva.
Y así nos hicimos grandes, y un día nos dimos cuenta que Estela ya no se cocía en el primer hervor. Que el trajecito estaba un poco deslucido, que el perfume se había pasado de moda y olía pesado y polvoriento y que las Perfumerías Pozzi, otrora planeta del deseo, habían presentado Convocatoria de Acreedores. La llegada de unas pelucas chinas al país, las peleas salvajes entre los hermanos herederos, que los dejaron exhaustos y fundidos, y la posibilidad de viajar a Miami a comprar perfumes franceses al precio de un kilo de limones de acá, firmaron el acta de defunción de la empresa.
Siguió abierta unos años más, dando lástima, solo en el local del centro de la ciudad. Prendían la mitad de las luces para ahorrar y las peinetas con strasses se apagaron en las vitrinas.
Cuando Estela cumplió los cincuenta años de empleada, le dieron una placa redordatoria, cuatro pelucas pasadas de moda peinadas por el mismísimo José Luis Pozzi que olían a naftalina, un aplauso y si te he visto no me acuerdo.
La pobre se enteró al iniciar los trámites, que no habían hecho los aportes patronales, así que no cobró la jubilación nunca y siguió viviendo en el PH de sus viejos, el tercero del pasillo, haciéndole las manos a las mujeres del barrio, a las que recibía como cuando entraba una señora a la perfumería reluciente.
Las viejas de la cuadra bajaron la guardia y la sumaron a las charlas mañaneras, escoba en mano.
Eso sí, todas tienen las uñas de blanco nacarado, limadas y redondeadas a la vieja usanza, como las usaban las señoras en la calle Santa Fe.
La imagen puede contener: 1 persona, sonriendo, niños y primer plano
* En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora
enriquetabarrio@gmail.com

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