El vicio impúne
Graciela Beatriz Cabal
El tema de esta mesa tiene que ver con la lectura, la
promoción de la lectura, la relación entre el autor y el lector, etc. y etc.
Otro encuentro de gente bienintencionada y amistosa para discurrir acerca de
los libros, los niños, las estrategias para lograr que los niños lean...
A riesgo de actuar como aguafiestas, yo me animaría a proponer que
reflexionáramos acerca del siguiente tema: ¿Es en verdad imprescindible que los
niños lean?
Más aún: ¿Es conveniente, deseable?
Por supuesto, lo que intento cuestionar es el hecho de leer sin medida, en
exceso (que todos los excesos son malos, y empezamos con el exceso de lectura y
quién sabe dónde vamos a parar...) Quede claro que no me refiero a los libros
de lectura, manuales y diccionarios. De lo que hablo es de los libros de
ficción, de fantasía o, para decirlo con todas las letras, de pura y simple
diversión, esos que no dejan ningún mensaje, ninguna enseñanza (como bien
señalaba la Porota, mi maestra de Inferior), y que, según pontifican algunos
ahora, ni siquiera deben trabajarse, porque son libros para leer porque sí...
Que los libros de pura diversión se lean en las casas, es responsabilidad de
los padres, y de puertas afuera la escuela no tiene por qué hacerse cargo.
¡Pero usar las horas de clase para que los niños se llenen la cabeza de ideas
raras –algunas verdaderamente peligrosas- y novelerías, con las dificultades
que ya tenemos para dar cumplimiento a los CBC de la EGB de la LFE!
Quienes inician a leer a los niños libros no escolares –“mediadores” les
dicen-, y se los procuran, utilizando todo tipo de mañas y artilugios, aducen
que “es en la infancia cuando los libros tienen una influencia profunda en
nuestras vidas” . Y que un niño lector será un adulto lector. Y que la lectura
no sólo es capaz de alargar la vida sino que produce una felicidad sin límites.
“La lectura, esa felicidad tan accesible”, dicen que dijo Borges.
Ahora, yo me pregunto: ¿Desde cuándo el objetivo de la escuela es formar
personas felices y/o longevas? El objetivo de la escuela es y será formar
ciudadanos útiles a la sociedad, usuarios que puedan interesarse en este nuevo
orden productivo en el cual se implementa la LFE.
Sin contar con que lo de la larga vida y la felicidad está por verse. Y Borges,
si bien alcanzó una edad provecta, tan feliz no parece haber sido. (“He
cometido el peor de los pecados: no haber sido feliz”: él mismo lo confesó.)
Reconozcámoslo de una buena vez, sin prejuicios ni temores: La gente que lee
mucho no es más útil a la sociedad que la gente que no lee. Por lo general es
gente con problemas, inestable emocionalmente, desequilibrada, si vamos a ser
francos. Los niños demasiado afectos a la lectura, por ejemplo, suelen tener
alteraciones severas en la conducta.
Hijos únicos de padres separados, en su gran mayoría, es común que sufran de
disturbios alimentarios, dislexia, petit mal, escoliosis, enuresis nocturna,
zurdería (por lo menos de la mano), y hasta frenillo (por lo menos de la
lengua). Ahí lo tienen a Julio Cortázar, que nunca consiguió pronunciar bien la
R, motivo por el cual decidió mudarse a París, lugar donde nadie puede
pronunciar bien la R.
Y hablando de Cortázar, sigamos con los escritores, caso extremo si los hay.
Los escritores han sido, por lo general, niños lectores.
Muy lectores. Yo diría: Adictos a la lectura. Viciosos.
(Ya lo dijo Valery Larbaud: “La literatura, ese vicio impune”).
Y los escritores son gente rara. Gente de cuidado, bombas de tiempo son. Nunca
se sabe con ellos. Capaces de dar el toque a una época (“El siglo XIX es
creación de Balzac”, decía Oscar Wilde); de armar feroces trifulcas después de
muertos (“Esto es obra de Breton”, dijo Pompidou en París, en Mayo del ’68. Y
aseguran que lo dijo con inocultable orgullo –parece que también el primer
ministro francés fue, de niño, lector desaforado-.).
Son gente rara los escritores. Algunos, desembozadamente locos: Juegan a
Guillermo Tell con la propia esposa y no le embocan a la manzana, como
Burroughs; se enamoran de nenitas y las retratan desnudas, como Carroll; se
obstinan en permanecer todo el tiempo en la cama, fumando, bebiendo, y
atendiendo señoras, como Onetti. Viven en torres redondas, en casas que son
barcos, en carretas andariegas, en molinos junto al Floss. Para poder escribir
exigen tinta verde, rosas amarillas, mascarones de proa, gatos sagrados,
muñecas de tamaño natural...
Otros tratan de disimular, con sus caras de pobres anónimos, sus oscuros
puestos públicos, sus anteojitos redondos, sus bigotes bien recortados, sus
rituales domésticos, sus oficios terrestres. Ja. Esos son los peores: Escriben
y todo vuela por el aire.
Qué decir de las escritoras, engañosas a decir basta: Abandonan a sus maridos
la mismísima noche de bodas, como Katherine Mansfield; se visten de blanco para
siempre y se encierran –dicen- a hacer pan, como Emily Dickinson; declaran que
“la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, y se los
pulverizan nomás, como Alejandra Pizarnik.
Son raros, los escritores. Lunáticos, fóbicos, atrabiliarios, mentirosos,
susceptibles, patéticos. Políticamente incorrectos. Viciosos.
Es lógico: Qué se puede esperar de alguien que “compromete su existencia entera
por el único interés de poner orden en algunas palabras” .
¿Y todo eso por qué? Por haber leído en exceso a edad temprana.
Y esto no lo afirmo yo: Ellos mismos lo reconocen.
La lectura, madre de todos los vicios.
Ahí lo tienen a nuestro Gustavo Roldán. Cuenta él que su vida hizo un giro de
noventa grados cuando el librero Molina llegó a Sáenz Peña, provincia del
Chaco. Hasta ese entonces Roldán, al que todos llamaban Negrito porque tenía 6
años y usaba bigote corto, se la pasaba jugando lo más contento con los bichos
del monte. Pero llegó Molina y, para felicidad de los bichos del monte, Roldán
empezó a jugar con los libros, que es la manera de leer que tienen los chicos.
La visita a la librería empezó siendo una costumbre. Y terminó siendo un vicio.
Niño vicioso el Negrito Roldán, acurrucado bajo el mostrador, leía “Horas
enteras, con las orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara... Sin darse
cuenta de que tenía hambre o se estaba quedando helado”, como el Bastián de la
Historia Interminable .
Ahora, yo me digo: ¿No hubiera sido mejor para todos –menos para los bichos, es
cierto- que el Negrito Roldán hubiera seguido en el monte? Por lo menos no
habría tantos niños malhablados que, cuando la maestra le responde por su
inusual vocabulario, se insolentan: “Lo leí en la canción de las pulgas, así
que...”
¿Y Laura Devetach? ¿Qué tenía que andar escuchando –una nena en rueda de
grandes...- cuentos de aparecidos y lobisones? ¿Y por qué usaba la hora de la
siesta para hurgar en El Tesoro de la Juventud? ¿No habrá sido ese –aparte de
una cuestión genética- el origen de su ilimitada fantasía (uno de los motivos
–recordemos- de la provisión de la Torre de los Cubos )?
Sin embargo hay gente que no escarmienta, y continúa empecinada en que los
niños lean y lean, sin medida. ¿No saben que –como dice un conocidísimo libro-
“el niño es fabulador” y que es deber de la escuela encauzar su imaginación?
Ni hablar de las niñas: “El vicio infame de la mentira, de que se sirven para
ocultar al principio sus defectos, se convierte luego en la perniciosa manía de
inventar historietas enteras. Los padres y las preceptoras deben, pues,
castigar con tanta severidad a las niñas que forjan cuentos, por inocentes o
entretenidos que sean, como a las que dicen mentiras” . Y no es que una sea
partidaria de la censura, pero una cosa es libertad y otra libertinaje, y un
poco de mano dura no viene nada mal en estos tiempos de descalabro moral y
vivan las Pepas (con perdón), y mejor apartar a tiempo la fruta podrida que hay
más de cuatro que merecerían la hoguera. (Libros, digo.)
Lástima. Porque algunos de estos fanáticos de la lectura no son malos, no. Pero
ya no son confiables. Porque son lectores.
Y los lectores son gente rara. Gente de cuidado. Bombas de tiempo son. Nunca se
sabe con ellos.
“Pesimistas de la razón y optimistas de la voluntad” , como gustan definirse.
Ilusos embarcados en un camino sin retorno, prefiero llamarlos yo.
Capaces de pasarse las noches de claro en claro, y los días de turbio en
turbio, leyendo hasta secarse el cerebro, para después confundir todo: Molinos
con gigantes, calabazas con carrozas, ranas con príncipes azules. Son gente
rara los lectores: Quieren cambiar el mundo y creen que los libros pueden
ayudar al cambio. Porque han quedado atrapados en las marcas contra las que
prevenía Víctor Hugo: “Cuidado, esas líneas muerden, aprietan, presionan...
Esas líneas subyugan. Y sólo los soltarán después de haber dado forma a
vuestros espíritus”.
Qué decir de las lectoras, engañosas a más no poder. Ahí la tienen a Emma (no a
la Wolf, la Bovary): De tanto leer Pablo y Virginia y otras obras igualmente
perniciosas, se volvió antojadiza y difícil, descuidó el orden doméstico,
engañó a su esposo, y terminó, como era de esperar, envenenándose con arsénico.
Son gente rara los lectores: Alucinadores, fabuladores, impredecibles,
soberbios, temerarios, fetichistas. Inclinados a los placeres solitarios y a
los paraísos artificiales. Perdedores.
Es lógico: Qué se puede esperar de gente que dice haber amanecido insecto en
Praga y vomitando conejitos en París; gente que asegura haber escalado la
montaña mágica, viajado al fin de la noche, pasado una temporada en el
infierno; gente que jura y perjura llevar en su lengua el sabor de la guayaba,
en sus narices el olor de las almendras amargas, en sus oídos el canto del
obsceno pájaro de la noche, y en sus ojos la visión del espantoso redentor
Lázarus Morell, incomparable canalla...
Qué se puede esperar de esa gente, que usa los libros como escape, como
refugio, como escudo contra la desesperanza y la muerte.
Personas así ya no son confiables. Están fuera de control. Han perdido el
discernimiento y no distinguen la realidad de la fantasía.
Y la fantasía –y los libritos de pura diversión que no dejan ninguna enseñanza-
es un lujo inapropiado para los chicos de nuestras escuelas. Estoy hablando de
los chicos pobres, claro, que son los más. Chicos pobres, maestros pobres,
escuelas pobres. Pero bueno, así son las cosas, y pobres habrá siempre...
“Escribir (y leer, la otra cara de la misma moneda) es una enfermedad que hay
que ocultar a los hombres sensatos”, dijo Kafka en un momento de lucidez.
Sensatez. Hombres y mujeres sensatos, eficaces, competitivos, exitosos.
Técnicos capaces de implementar proyectos institucionales acordes con los
objetivos de la globalización. Gente pragmática experta en transversalidades,
módulos y otras cosas igualmente útiles a la sociedad.
Eso –y no cuentitos- es lo que necesitan los niños pobres. Para que no los
engañen con los vueltos, para descifrar los mensajes de la patrona, para leer
los clasificados del Clarín y conseguir trabajo de ascensorista en los
shoppings.