viernes, 24 de abril de 2020

El eco del primer beso



Cómo te explico que las nubes tropezaban en sus charcos y, cuando el sol no vigilaba, se disolvían como catarata fina entre los pliegues de mi pánico. Que un escuadrón de gotas incisivas quiso sofocar el rubor insolente de mi piel de plastilina, sin resultado, pues cada pálpito era un mar de fuego estremecido y sulfurado.
Cómo olvidar mis manos de gelatina amarrando mi timidez a un confinamiento fugaz, y retorciendo la inexperiencia en una cárcel de fresa que, ebria de frenesí, me espoleaba a ser valiente, a mirar el destino de frente, y llevarme mi trocito de eternidad.
En cada parpadeo temblaba la tierra, se desdibujaba al fondo el paisaje, y mientras el sol dormitaba en el cielo, empeñado en su duelo; la luna, amotinada, sonreía sin recelo envanecida por algún oscuro secreto propio de su linaje. Cantaba la lluvia sobre los cristales un redoble de corazones y es que resulta, por si no lo sabes, que en el reino de las diosas Afrodita escribe este momento en exclusiva para cada uno de sus mortales.
Navegaba, a la deriva, en el vaivén de unos ojos febriles, desafiantes y contenidos, que titubeaban entre la sed de mi boca y la fiesta de mis pupilas dilatándose en sordos aullidos. La lluvia ya ofrecía su aliento cálido, la voz cerrada; el alma expectante; el cuerpo rígido, la vida detenida, a expensas del inminente suspiro.
En esa pausa solemne un murmullo se acercó con sigilo, apenas un aleteo de gorriones silbando en el camino; un rastreador estudiando el atlas de un territorio desconocido.
La ansiedad abrió el apetito, el calor abrasó unos labios ya emancipados, forajidos, que tomaron las riendas y al galope conquistaron túneles subterráneos y océanos prohibidos. El beso se repliega, vuelve a la superficie a tomar aire a la orilla del río, para reiniciar, urgente, una voraz ofensiva por esa patria adictiva de miel y membrillo.
Así hasta que los ojos necesitaron reconocerse de nuevo y el espíritu decidió aflojar el latido, hasta que la quietud se hizo postal y la lluvia grabó en mi piel su sonido, hasta que pude sentir, por primera vez y para siempre, la huella inmortal de aquel extraordinario, dulce, y único beso tibio.



En un beso sabrás todo lo que he callado
Pablo Neruda

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