Narrando "La caminata" de Cecilia Vetti el 9-5-2010
LA CAMINATA
El diagnóstico del doctor Luccar fue terminante: colesterol alto. Madre de todos los riesgos vasculares. Me indicó una nueva terapia en la alimentación, y sobre todo ejercicio físico. Debería caminar todos los días, sin dejar de cumplir esa premisa por ningún motivo.
Salí del consultorio como si me hubiera dicho que debería escalar el Aconcagua. Siempre odié la actividad física. Aún en el colegio secundario, en esos interminables partidos de pelota al cesto, donde indudablemente no me destacaba. El médico me resaltó que si caminaba como él me lo indicaba y comía sin exceso de grasas, podría vivir muchos años, ya que por ahora ningún otro mal me aquejaba. Algún que otro mareo, por mi predilección por la lectura y las largas horas en la computadora escribiendo historias.
Al llegar a casa abrí la heladera y tiré la manteca recién abierta, con sumo desconsuelo arrojé a la basura un postre de crema y chocolate. Bueno, en realidad, antes de tirarlo corte una buena porción para la hora del té. ¡Qué vergüenza una señora grande escondiendo esa bomba de tiempo en la heladera!
Por la tarde, me senté en mi sillón favorito para disfrutar de un programa sobre la salud.
Lo trasmitían desde Barcelona, siempre lo europeo parece más serio. Médicos versados en distintas dolencias daban consejos para aliviarlas. Todas las recetas tenían algo en común, comer con moderación, incorporar a la dieta aceite de oliva, pescado, mariscos, legumbres, fruta seca. En fin, todo lo que generalmente en la Argentina no comemos. Luego se debía caminar por lo menos tres kilómetros diarios para tener una vida larga y plena. Tenían razón. Pensé que con sólo cumplir esos requisitos, ya podía tener la eternidad en el bolsillo. Pero acaso me gustaría llegar a una edad avanzada tapando los espejos, para no ver a esa vieja que me miraba sin reconocerme. ¡Qué horror! Igualmente me compré un pantalón deportivo, una campera y unas zapatillas. Jamás las había usado, con ellas me sentía ridícula. Igual quise intentarlo.
Era una mañana de sol, las mañanas nunca me tentaron. El sol asomándose me parece un escándalo de luminosidad metiéndose en los cuartos para abarrotarlos de realidad. En cambio, nunca podría perderme la noche. Lo pensé un momento, tampoco quería terminar con mis neuronas muertas. El remedio más barato era caminar, como si la vida me llevara de la mano.
En los últimos tiempos había salido poco, desconocía ese barrio de casas nuevas, casi palacios construidos sin ser vistos. Las viejas casas eran un recuerdo borroso, como una bruma, como un sueño. ¿Qué casa estaba allí, detrás de ese tapial desde donde se asomaba una fabulosa construcción? Podía imaginar que la princesa Máxima pronto sería mi nueva vecina. Estaría haciendo inversiones en el país. Pero no. Un comerciante exitoso era el dueño de ese proyecto de felicidad reinante. Empecé a dar vueltas a la manzana por miedo a perderme, la garita y la cara sonriente del guardia eran una muy buena referencia. Me escondí detrás de un árbol para zafar de una vecina, si me ponía a conversar iba a tener que detenerme, y eso no era lo indicado. Hice trampa, me llevé una cartera para comprar un poco de pan y un queso sin calorías. Qué hasta al más infame no se le niega un poco de pan.
Caminaba mirando los árboles y las baldosas flojas. Los árboles eran los únicos que tenían libre albedrío, habían crecido tanto en esos años. Nadie se atrevía a podarlos, quizá por cuestiones de presupuesto. Estaba imaginando un cuento sobre esa persistencia de los árboles en crecer sin pedir permiso, y no tenía ni una mísera hoja, ni una lapicera. Estuve tentada de entrar a la librería de Cuca, pero no. De pronto, desde la sombra de un árbol salió una sombra pequeña, casi transparente por su rapidez, y me arrebató la cartera. La cartera no era valiosa pero me gustaba, además guardaba en ella una medalla de mi santa favorita. Me sentía como desnuda sin esa protección. El muy desgraciado se montó en una moto que lo estaba esperando y desapareció con el que la manejaba.
Entré a mi casa insultando a todos los que se levantaban temprano para robar carteras de mujeres indefensas. Las ocho, una de las mejores horas para terminar de acomodar los sueños. ¿Quién me habrá mandado a mí? Tomé un té con galletas de cereal, ni siquiera me tenté con la mermelada sin azúcar. ¡Una porquería! Prendí la televisión, un programa de salud donde un doctor impecable daba consejos impecables. Trataba los males digestivos: “ Para asimilar la comida se debe caminar” A continuación un cardiólogo; la misma receta. No había manera de escapar.
Por la tarde volví a intentarlo, debía amortizar lo gastado en las prendas deportivas. Al fin de cuentas, el que no camina es un antiguo, una persona que no se quiere, que no se da la oportunidad. Me faltaba sólo una página para terminar una novela y mi corazón parecía un tambor a punto de estallar, como siempre que leo algo interesante. Es extraño como uno a veces puede correr leyendo una novela cómodamente sentada en su sillón.
El sol hacía sus últimas piruetas sobre los árboles. El otoño es una sensación que abraza, con esa muerte lenta de las hojas, escapando en sus últimos intentos. Pasó Beba, la vecina de enfrente, tan rápido como la mejor de las maratonistas. Beba sí que era una buena deportista, puro huesos, seguramente ni alcanzaba la mínima del colesterol permitido. Sería por eso que él marido la corneaba con una gorda. Yo a la gorda la conocía de vista, tenía una cara y unos ojos que llamaban la atención, y no digo lo demás. Por mirar a Beba, no vi la baldosa floja y salté por el aire como si fuera un pichón en el primer vuelo. Alguien quiso levantarme, pero no pudo. El guardia colaboró en tan engorroso trance y pudieron depositarme en el escalón de piedra de una casa antigua. ¡Quedaba una casa antigua! El ulular de una ambulancia y un doctor bajito y enérgico, fue categórico: tiene la cadera rota. ¡ Joder! Una vida larga pero con los huesos rotos. ¡Si sólo me faltaba una hoja para terminar la novela!
Durante la convalecencia no pude dejar de pensar en la caminata y la vida más larga. Este desgraciado accidente había alterado la paz de mi familia. En mi casa todo fue un revuelo de figuras cambiantes, tratando de que mi vida transcurriera con comodidad. Es entonces cuando imaginé esa larga vejez procurada por la buena alimentación y las caminatas, y esa eternidad de espejos consentidos. Recordé a mis abuelos, tan plenos en su vejez de los sesenta o setenta u ochenta años. No sé. Siempre me parecieron mayores. Sentados en sus sillas de paja, tomando mate en el patio, bajo la parra. Recordé a mis tías escuchando la novela de Eduardo Rudy y comiendo pan criollo untado con manteca, luego los programas de humor, el de preguntas y respuestas, el Glostora tango club. Las recordé baldeando el amplio patio y la vereda, las recordé hablando con las vecinas, de las otras vecinas. Esa sí que era una vida divertida. Nadie estaba solo.
Me compraron una cinta eléctrica para caminar en mi casa, acompañada de una música apropiada. Me sale del alma el agradecimiento ante tanto amor. ¿ Por qué será que todos desean una larga vida?
Freno la cinta salvadora, apago el aparato de música y me sumerjo en una novel de Sándor Márai, en la que habla con total pesimismo de la vejez, pero lo hace tan bien, tan bien...
Por la tarde, un cuaderno, una lapicera y la complicidad de la historia llenando mi vida, con la promesa de un próximo libro, que será como parir la vida que me queda. Espero tantas cosas, tantas...
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HOLA MARTA, EN ESTA OPORTUNIDAD ME ESTA AYUDANDO MI HIJO PARA VER SI ESTE QUE ES EL TERCER COMENTARIO LOGRA LLEGAR. ME PARECE MUY BUENA IDEA ESTE SISTEMA TIENE COMO EL FORMATO DE AGENDA ABIERTA. LOS TEXTOS SOBRE LA PALABRA Y LOS LIBROS ESTAN MUY BUENOS PARA APERTURA Y CIERRE DE UN ENCUENTRO. ESPERO DARLES DIFUSION. Beso!!!
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