viernes, 9 de noviembre de 2012

"Tarta de manzanas" de Giuseppe Spataro

La señora Elenor Johnson hacía la mejor tarta de manzana del mundo.
Nadie en Wicotta, inclusive sus más cercanos familiares, conocía la receta de aquel delicioso postre. Y es que la abuela Jonson se encerraba en la cocina, bajaba as persianas, y no permitía la entrada ni siquiera a sus propias hijas y nietas hasta que hubiera terminado de cocinarlo.
No por nada llevaba veinte años ganando el concurso anual de tartas de manzana, que era el acontecimiento más importante de aquel diminuto pueblo, donde tres años atrás, la señora Smith, una archirival cansada de obtener el segundo premio, se rompió una pierna al intentar espiar, a través de la ventana de la cocina, los procedimientos secretos de la abuela Jonson. Y fue a partir de entonces que la abuela tomó todas las precauciones necesarias.
Al pasar de los años, aquella tarta fue ampliando su fama, expandiéndose por el condado y hasta alcanzar renombre en cada rincón del estado. Incluso, en una ocasión cuando el gobernador se dignó, por cuestiones electorales, a asistir al concurso anual de Wicotta, éste la felicitó durante una entrevista de televisión, asegurando que la tarta de manzana de la señora Jonson simbolizaba todos los buenos principios y valores de los republicanos.
Cuando el representante de la Wendie Lee Apple Corporation, una transnacional con miles de hectáreas en plantíos de manzana alrededor del mundo, se puso en contacto con la célebre abuela para ofrecerle quince mil dólares por la receta, ella sencillamente lo mandó por un tubo.
Días después volvió a llamar el ejecutivo, y sin negociación alguna, aumentó la cifra a veinticinco mil. Para entonces, todo el pueblo estaba enterado de la situación, mientras que los hijos, nietos y otros familiares de la abuela se exacerbaban tratando de convencerla. La cosa llegó a tal punto que un domingo se la llevaron de paseo por el campo, al tiempo que otros volteaban la cocina en busca de algún recetario que incluyera la cotizada receta. No encontraron nada.
Sin embargo, la Wendie Lee Apple Corporation siguió insistiendo; sus ventas globales de manzanas y jugos, que ascendían a cientos de millones, se verían beneficiadas al incluir en su línea de productos una buena tarta de manzana Siendo que al presidente de la compañía le había encantado la tarta de la señora Jonson, cuando estuvo, no por casualidad, entre los jueces del último concurso, la orden fue clara, consigan la receta cueste lo que cueste.
Cuando la oferta llegó a cincuenta mil dólares, los familiares de la señora Jonson la tomaron de rehén en la sala y amenazaron con meterla a un asilo si ésta no aceptaba la espectacular propuesta. Está bien les dijo, pero se van a arrepentir. Tomó el teléfono y llamó al ejecutivo, quien le aseguró estaría en Wicotta al día siguiente.
Dicho y hecho, el señor Williams, un hombre alto y delgado, con unos minúsculos ojos azules escondidos detrás de unos amplios lentes rectangulares, llegó por la mañana para cerrar el trato.
Hubo que llamar al tío Ben, único abogado del pueblo, para que revisara el extenso contrato. Lo leyó unas tres veces, mientras los demás, salvo la abuela que lucía tranquila, aguardaban impacientes.
-Según entiendo –dijo el tío Ben, dirigiéndose al señor Williams, -una vez firmado no hay forma de echarse para atrás.
-Es correcto –confirmó Williams sin vacilar.
-¿Trae usted el dinero?
Williams abrió su portafolio y saco un reluciente cheque a nombre de Elenor Jonson, el cual circuló de mano en mano, ante las miradas incrédulas y entusiastas de los casi veinte familiares presentes, hasta llegar a la abuela, quien lo miró con una sutil sonrisa.
Mientras depositaban las firmas correspondientes, se hicieron infinidad de cálculos mentales entre los que suponían ser los eventuales beneficiarios de aquella transacción.
-Bien –exclamó Williams, después de revisar que todo estuviera en regla. Sacó una libreta y una pequeña grabadora. Ahora solo necesito que me de la receta, y si no les molesta les ruego que nos dejen a solas.
Durante una hora, los familiares estuvieron merodeando por el jardín. Iban y venían con las manos sudorosas, acudiendo innumerables veces al tío Ben para confirmar si en efecto nadie podía echarse para atrás.
De pronto, se abrió la puerta y salió un descompuesto señor Williams, y con una expresión desahuciada, contempló aquella patética banda de interesados, mientras que éstos quedaron estáticos en temerosa expectativa. Con una pose que pretendía ser digna, cruzó el jardín, y sin comentario alguno, subió y se fue.
Como una estampida de animales, presintiendo algún peligro inminente, corrieron todos al interior de la casa. Ahí seguía la abuela Jonson, sentada y abanicándose el rostro con el cheque.
-Menos mal –dijo el tío Ben –Por la cara de Williams, pensamos que algo se había podrido.
No, no. El señor Williams es un auténtico caballero de palabra.
Momentos mas tarde, por el pueblo cruzó una extensa caravana que pretendía escoltar a la abuela hasta el Wicotta Bank. Nadie sabe exactamente que tan rápido –aunque debe ser cercano a la velocidad de la luz –corren los chismes por un pueblo, pero el caso fue que el gerente del banco ya los aguardaba, parado sobre las escaleras de la entrada y con una amplia sonrisa de anfitrión.
Pero de aquel dinero, los familiares jamás vieron ni un solo centavo, ya que la abuela lo gastó integro en recurrentes cruceros de lujo que tomó durante los quince años que le quedaron de vida. Los más rencorosos aseguran que lo hacia en compañía de jóvenes apuestos, versión que nadie ha podido confirmar.
Por su parte, la Wendie Lee Apple Corporation, dueña de antas manzanas, terminó pagando un fortuna a cambio de aquella receta, cuyo único secreto, tan celosamente guardado por Elenor Jonson, era el de hacer la tarta de manzana con pera.

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