TU HERENCIA
Mi abuela al morir no me dejó dinero. El dinero como tal, nunca le gustó a mi abuela, temiendo que desarticulara o dispersara más que cerrara círculos de felicidad.
Mi abuela al morir, entonces, me dejó un pedazo de tierra. Ella me enseñó de chica a amar los cerros y el color de los limones cuando se echaba el sol. A esa hora me hablaba de García Lorca y me contaba del amor de Federico por los dorados de la tarde. Y al enseñarme de la hermosura del valle, me habló de la perpetuidad de la tierra. Entonces oí de sus labios por primera vez la palabra pertenencia.
Me contó de la primera Blanca, la que muchos años atrás corrió por los mismos prados y dejó su memoria en ellos. Fue entonces también que me habló de las raíces, de cómo el dinero y las raíces se encuentran raramente entre sí, que lo primero disloca, lo segundo sujeta.
Me dijo mi abuela que la tierra prolongaba y que ella siempre serenaría mi alma. Nombró la trascendencia y yo intuí la relación mística entre la tierra y ella.
De todos los terrenos que dividió eligió el más hermoso para mi. Nadie se enteró de esto, pues ella no lo avisó en vida. Al leer el testamento, yo supe por qué ese era el mio. Sólo desde allí los cerros encerraban por los cuatro costados. Y esos muros de árboles y piedra, lejos de ahogar, me protegían.
No fue inocente la elección de mi abuela. Ella sabía por qué yo necesitaba de esa protección.
Elegí las maderas más sencillas y me hice una casa. Con mis propias manos planté el níspero, los dos aromos y el jacarandá que la circundan.
Recuerdo sus palabras: identidad, pertenencia, perpetuidad. Mi propia impronta.
Marcela Serrano - Para que no me olvides
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