lunes, 26 de febrero de 2018

Un e-mail para la abuela



La abuela Teresa tenía una hermana que se había ido a vivir a España. Aunque era su tía abuela, Romina la llamaba “la abuela Conce”, porque, según decía, tenía más cara de abuela, que de tía.

Todos los viernes, la abuela Teresa recibía una carta de la abuela
Conce en un sobre chiquito y medio transparente, con una franja cruzada que decía “Vía Aérea” y montones de estampillas raras.

La abuela le contestaba, y el lunes, aunque estuviera diluviando, salía para el correo, con otro sobre que también decía “Vía Aérea”.

Una semana, el cartero no vino, y tampoco vino la siguiente. La abuela estaba preocupadísima. Primero, protestó contra el cartero; después contra el correo; y finalmente, contra el gobierno argentino, el rey de España y el servicio meteorológico. Finalmente se convenció de que algo malo tenía que haber pasado y llamó a su hermana por teléfono.


– ¡Pero Teresa! ¡Sí que te contesté! –le dijo la abuela Conce–. Te mandé como diez cartas.

–Entonces se perdieron en el correo –protestó la abuela Teresa.

–Pero no, mujer. ¡Qué correo ni correo! Te las mandé por “emilio”.

– ¿Emilio? ¿Quién es Emilio? Yo no conozco a ningún Emilio... –se enojó la abuela.

–Emilio le dicen aquí. Vosotros lo llamáis “e-mail”, según creo –le explicó la hermana, que ya se había acostumbrado a hablar a lo español–. Se las mandé a tu hijo Jorge a la oficina.

–No te entiendo, Conce. ¿Me las mandaste por Jorge o por Emilio?

–Por computadora, Teresa. ¡Qué desactualizada estás! Anotá mi dirección, así me contestás.

La abuela Teresa le contó a Romina la conversación con su hermana.

–No sé... Me hizo un lío –dijo–. Que me mandó cartas por Emilio, después por Jorge, tu papá, pero nunca me llegaron. Dice que las mandó por computadora.

–Sí, abuela. Vía Internet.

–No, no, no. Nosotras siempre las mandamos “vía aérea”. ¿Vía qué, decís?

–Internet, abuela. ¿Te dio la dirección?

La abuela le acercó un papelito donde había anotado:
Concepción Nuñez Arroba Jotmeil Punto Com.

–No sé porqué se pone tantos apellidos esta mujer –dijo–. ¿De dónde sacó que ahora se llama Arroba? Capaz que es algún vecino.

Romina se rió.

–Así son las direcciones de e-mail, abuela. Si querés, mañana le contestamos.

Esa noche, el papá de Romina llegó de la oficina con el pilón de cartas que había mandado la abuela Conce.

– ¡¿Pero se puede saber porqué no me las trajiste antes?! ¿No escuchaste que estaba preocupada? –lo retó la abuela Teresa, que siempre pensaba que su hijo seguía teniendo diez años.

–Te escuché, mamá, pero estuvimos una semana sin sistema.

– ¿Sistema para qué?

–Se nos rompió la computadora, mamá. Eso.

– ¿Ves? Tanta tecnología y al final, las computadoras andan peor que el correo.

Al día siguiente, cuando Romina llegó de la escuela, su abuela la estaba esperando para mandar la carta. Mientras ella prendía la computadora, la abuela corrió a su cuarto y volvió con un sobre cerrado que decía: Concepción Nuñez Arroba Jotmeil Punto Com.

– ¿Por dónde se echa? –preguntó, rodeando la compu para encontrar una ranura como la del buzón.

–No, abuela. Así no sirve. Tenés que escribirla en el teclado.

–Pero yo no sé escribir a máquina –dijo la abuela desilusionada.

–No te preocupes, abu. Vos me dictás y yo la escribo. Vas a ver qué rápido que es.

La abuela se sentó en el sillón y le dictó una carta de... ¡cinco páginas! A Romina le dolían los dedos de tanto escribir. Para colmo, la abuela corrigió, uno por uno, todos los acentos, las faltas de ortografía y hasta los punto y aparte.

–Listo –dijo Romina cuando la carta estuvo aprobada–. En menos de cinco minutos la recibe.

La abuela pasó de abrir la boca, asombrada, a caer en el sillón, desilusionada, porque creyó que al enviarla, todo lo que estaba escrito en la pantalla, se había borrado para siempre.

Al día siguiente Romina encontró a su abuela sentada frente a la computadora apagada, esperando que la carta saliera por algún lado.

–No sale un papel –le explicó otra vez–. Las cartas aparecen en la pantalla.

Romina entró en su correo y efectivamente, había una respuesta de su tía abuela, pero... ¡el e-mail tenía un virus!

–La abuela Conce contestó –dijo–, pero no lo puedo leer.

–Yo te dije que las letras se borraban –contestó la abuela.

–No se borraron, abu. Es que el mensaje de la abuela Conce tiene un virus.

– ¡¿Se enfermó?! ¿Ves?... Por eso no había escrito.

–No, abu, la que tiene un virus es la computadora.

– ¡¿Y es contagioso?! –casi gritó la abuela, alarmada–. Tené cuidado, nena, no la toques.

Romina intentó explicarle a su abuela cómo funcionaba Internet, cómo eran los virus y cómo llegaban los e-mail. Inútil. La abuela no entendía nada.

–Mirá, querida –dijo finalmente la abuela Teresa–, la computación será muy útil, pero yo no la necesito para nada. Puedo seguir mandando mis cartas por correo, como siempre.

–Pero, abuela ¡te tenés que modernizar!

– ¡Eso sí que me gustaría! Me tendría que modernizar un poco las canas; los huesos también, porque me duelen; las arrugas de la cara... ¡qué de cosas!

La abuela se reía divertida, con esa risa contagiosa que a Romina le gustaba tanto.

– ¿Sabés qué? –dijo de repente–. No voy a mandar ninguna carta por computadora. ¡Hace tantos años que escribo en el papel, que al final, me gusta, qué tanto! Se va como un pedazo mío adentro del sobre. Si estoy triste, la letra me sale de una manera, si estoy contenta, me sale de otra, y seguro que Conce se da cuenta de eso.
Dejá, querida. Voy a seguir usando el correo. Además, el muchacho ya me conoce y no me hace hacer la cola.
Cerró el sobre “vía aérea” y se fue para el correo. De pasada, cuando volvía, se anotó en un curso de computación

Saber Vivir

No sé… si la vida es corta
o demasiado larga para nosotros.
Mas sé que nada de lo que vivimos
tiene sentido, si no tocamos el corazón
de las personas.
Muchas veces basta ser:
regazo que acoge,
brazo que envuelve,
palabra que conforta,
silencio que respeta,
alegría que contagia,
lágrima que corre,
mirada que acaricia,
deseo que sacia,
amor que motiva.
Y eso no es cosa de otro mundo,
es lo que da sentido a la vida,
es lo que hace que ella
no sea ni corta, ni demasiado larga,
sino que sea intensa,
verdadera, pura…. mientras dure.

Autora: Cora CoralinaResultado de imagen de cora coralina

Uno más uno




A los cinco años planté un nombre. Aún no sabía escribir, y el jardín de casa me reservaba un lugar mágico, bajo las azaleas cultivadas por papá. Allí lo pronuncié por primera vez:
- Pa-blo… - Los sonidos saltaron sobre mi mano izquierda, que me cruzaba la boca para recogerlos uno por uno. Tenía miedo de que se me cayera alguno. De ese modo ¡zas!, la magia rota y Pablo se me perdería para siempre. Pero no. Los duendes me querían entonces: Los sentí chocar contra mi piel y cerré la mano con fuerza. Ya era mío.
Después, lo planté apresurada, para que mis hermanas mayores no descubrieran el secreto y corrí al comedor, donde ellas y mis padres me esperaban para almorzar. Todos estaban alegres aquel domingo… Yo también: Acababa de plantar el nombre de mi amigo.
Ah… No podía contárselo a nadie: ¡Yo no conocía a ningún chico que se llamara Pablo! ¡Cómo se iban a reír mis hermanas, si les decía que me había inventado un amigo! ¿Y mi mamá? Seguramente me volvería a repetir que mis amigos verdaderos eran Lucas, Teresa, Carlitos, Raquel o Angélica, los hijos de nuestros vecinos…
¿Y papá? Papá se limitaría a responderme con un dulce silencio… ¿Quién iba a entender que yo necesitaba un Pablo, y que sabía que alguna tarde tenía que aparecer, porque había plantado su nombre con amor?
El tiempo que hubiera de esperarlo no me importaba. Es más, el tiempo no tenía entonces, para mí, ninguna importancia…
Cuando cumplí seis años ingresé en primer grado y aprendí a escribir, como todos los chicos.
-Bla, ble. Bli, blo, blu- leí una mañana a coro, junto con mis compañeros, mientras la maestra escribía esas sílabas en la pizarra, con tizas de colores.
Ble era un caBLE amarillo…
Bli, una taBLIta verde…
Blu, una BLUsa colorada…
Bla, todo lo BLAnco…
¿Y Blo? El corazón me atropelló el guardapolvo: ¡Blo era PaBLO! ¡Y azul!
-PaBLO es el carpintero de mi pueBLO- nos dictó más tarde la maestra. Y en mi cuadernito, generosamente abierto como la tierra del jardín de casa, escribí el nombre de mi amigo por primera vez. En el mismo momento, me pareció oír un canto o un silbo… Un canto o un silbo breve, tan breve como es todo lo mágico. Tan hermoso, igual de inexplicable.
Terminaron las clases. Y sí. Sí. Sí y sí: Ese verano, tropecé con Pablo: Digo que tropecé, porque realmente sucedió así. Él doblaba una esquina de mi casa, arrastrando una rama contra la pared. Yo caminaba en dirección contraria. De golpe, el encuentro. A puro sol. De frente.
Nos miramos entre aleteos. (Todavía sobraban las mariposas…)
-¡Hola!- me gritaron Lucas, Teresa, Carlitos y Raquel, que venían siguiéndolo. –Es el nieto de don Gregorio…- me dijo Lucas.
-…que vino de campo…- agregó Carlitos.
-… a pasar las vacaciones en la ciudad- completó Raquel, excitada.
-Ésta es Elsita, Pablo.- Teresa nos presentó.
¡Ja! ¡Como si hubiera hecho falta! ¡Al amigo se le reconoce por los ojos! Y nosotros dos mirándonos, ya nos habíamos reconocido.
Esa noche, volví al jardín y desenterré su nombre: ¡Mi amigo Pablo había aparecido por fin!
¿Cómo contarles lo que nos dimos? Necesitaría palabras hechas a mano, de esas que únicamente ustedes, los chicos, son capaces de dibujar… (Yo ya soy grande y uso máquina de escribir…) Sin embargo, creo que puedo ayudarlos para que lo imaginen: Aquel verano fue la suma de uno más uno. Reímos, cómplices los dos, y lloramos a dúo.
Aquél verano fue una plaza, donde juntos perseguimos –con los ojos. Los mismos pájaros…
Aquel verano fue una siesta, en la que ambos –en puntas de pie- escuchamos campanear nuestros zapatos sobre un sueño que solamente nosotros dos sabíamos que era común.
Al gastarse las vacaciones, Pablo volvió a su provincia. Marzo había venido a buscarlo. Marzo se fue, llevándolo.
No nos volvimos a ver.
Fuimos amigos durante un verano.
Amigos a más no poder. Un verano solo, amigos.
Un único verano.
Uno.
Ya les dije que el tiempo entonces, para mí, no tenía la menor importancia.
Para Pablo tampoco.
No puedo escribir más: En este momento me parece oír un canto o un silbo… Un canto o un silbo breve, tan breve como es todo lo mágico. Tan hermoso.
Igual de inexplicable...


Elsa Bornemann
“El libro de los chicos enamorados”





Primavera de Rosa Montero






Me gustan las personas que van por la calle con una especie de alegría en el cuerpo, el puro gozo animal de saberse vivos





Me gustan los viejos que se sientan en los bancos de la calle con sus pequeños perros repantingados sobre el asiento a su lado, unos animales tan mayores como ellos, igual de cachazudos e impertinentes mirones; los dos, humano y chucho, de vuelta ya de los afanes mundanos, amigos tan íntimos que ya no necesitan hablarse ni ladrarse, porque les basta con saberse juntos y disfrutar tranquilos de la contemplación del río de la vida. Me gustan los bebés que están dando sus primeros pasos y que se acuclillan inestables y alargan la mano con absorto y concentradísimo cuidado para coger una margarita, objeto fabuloso que jamás han visto; su esfuerzo es tal y su lentitud de movimientos tan penosa que parecen astronautas en gravedad cero, y de algún modo lo son, porque esos pequeños exploradores están descubriendo el Cosmos, y esa margarita es más alienígena para ellos que la constelación de Andrómeda. Me gusta que el camello del barrio (un subsahariano) les dé migas de pan a los pajaritos (la vida es poliédrica). Me gusta ver a esas parejas de ancianos que llevan tanto tiempo juntos que se parecen en todo; y que, agarrados de la mano como dos niños, van paseando por las alamedas moteadas de sol con un vaivén gemelo de reúma y de cojera. Me gustan los hombres y mujeres entrados en carnes y en fatiga que, vestidos de deporte, trotan desarboladamente y van más despacio que yo cuando ando despacio, pero que, aun así, se esfuerzan y no se rinden. Me gustan esas parejas de adolescentes fundidas en un beso de tornillo, altos hornos de feromonas, explosivos paraísos de los primeros amores. Me gustan las personas que van por la calle con una especie de alegría en el cuerpo, el puro gozo animal de saberse vivo, y que, cuando cruzan los ojos contigo, te sonríen. Los días buenos espero ser yo también una de ellas.

publicado en El país

La jaula de Javier Villafañe

CUENTO: "LA JAULA" DE JAVIER VILLAFAÑE La jaula Nació con cara de pájaro. Tenía ojos de pájaro, nariz de pájaro. la madre, c...