miércoles, 12 de julio de 2017

Un viaje al pasado por Angela Pradelli

En 2010 estuve viviendo dos meses en Ginebra por una invitación de la fundación Pro Helvetia. Terminaba por ese entonces mi libro La búsqueda del lenguaje y viajaba mucho. Una mañana salí temprano con la intención de conocer Peli, el pequeño pueblo de montaña en donde habían nacido mi abuelo y mi padre. Desde Suiza, por su ubicación, se llega fácil a muchos lugares de Europa. ¿Cómo no iba a llegar a Peli, en el norte de Italia?
Una mañana salí temprano de la residencia, estaba oscuro. Además llovía. Mi intención era llegar a Peli, sacar algunas fotos y volverme. Con suerte, tal vez alguien me señalara la casa familiar. En Milán tomé un tren regional a Piacenza, pero allí nadie supo decirme cómo llegar a Peli. La mujer que vende los pasajes en el quiosco de la estación me dijo que nunca había oído hablar de Peli y me recomendó que tomara un colectivo hasta Bobbio y allí preguntara. Llovía cada vez más fuerte. Le compré el pasaje y crucé la plaza corriendo. Cuando el micro llegó, después de un cuarto de hora, empezamos a subir la montaña. El camino se angostaba, la lluvia era copiosa, las curvas se hicieron cada vez más cerradas. Pensé que tenía que bajarme, volver a Ginebra. A pesar de la lluvia, el paisaje a través de la ventanilla se veía hermoso. Qué hacía yo ahí, sola en el medio de la montaña, en un camino que no sabía adónde terminaba.
Finalmente llegamos a Bobbio. Entré al bar más cercano y le pregunté a la moza si conocía a los Pradelli. Un viejo apoyado en el umbral de la puerta fumaba envuelto en su propio humo.Se arregló el sombrero y se acercó a mí. Tenía ojos celestes, pequeños, la piel arrugada. “¿Los Pradelli? –me preguntó–, claro, los conozco, pero no son de Bobbio, son de Peli.” La moza se alegró conmigo y me dijo que tomara una combi y fuera hasta la comuna, que me apurara, porque la combi estaba saliendo. Eramos cuatro en la combi, subíamos lento por un tramo empinado de la montaña.
Llegué a la comuna 15 minutos antes de que cerrara. Desde la puerta del edificio vi que la combi se alejaba y sentí un vacío. Qué hacía ahí, me pregunté, y sobre todo, cómo haría para volver. Subí las escaleras y entré a la oficina de la comuna. Había dos personas trabajando en sus escritorios. Fueron ellos los que llamaron a Tilde, que había sido la cartera de los pueblos de la región durante cuarenta años y conocía a todos. Con Tilde, en su autito verde, subimos el último tramo de la montaña y llegamos a la casa de los Pradelli. María, Rita, Gianni, sobrinos de mi abuelo, hijos del hermano a quien él le escribía sus cartas desde la Argentina. En seguida nos confundimos en un abrazo con la intimidad de quienes se conocen desde siempre.
 
Editado por el sello El Bien del Sauce, este libro de Pradelli recupera la historia de su familia con una crónica cargada de lirismo.
La tarde se fue rápido mientras contábamos historias. Les dije que recordaba a mi abuelo escribiendo las cartas para su hermano. Que por las tardes, cuando terminaba de trabajar en la quinta, se sentaba bajo la parra y escribía. Aunque me hubiese encantado, no pude aceptar la invitación a quedarme a pasar la noche en Peli porque al día siguiente, por la tarde, tenía que dar una conferencia en la universidad de Ginebra. Me fui con la mochila cargada. Cinco botellas de vino, un sándwich de prosciutto y un racimo de uvas blancas. Cuando nos despedimos, Rita
me dijo que las cartas de mi abuelo estaban guardadas en Génova.
“Son tuyas”, me dijo.
El último tren a Ginebra se había ido cuando llegué a Milán. Saqué un pasaje para el primer tren del día siguiente y salí a buscar un hotel para pasar la noche. Llovía mucho. Abrazando la mochila, caminé por las calles oscuras hasta encontrar un hotel con una habitación disponible. Esa noche me costó dormir.
A la semana siguiente regresé a Peli. Rita y María me prepararon la habitación, dormí frente a los Apeninos, en el mismo cuarto en el que habían nacido mi abuelo y mi padre. Rita me contó que muchas veces quisieron cambiar la salamandra doble que está en la sala grande porque tiene una de las tapas rajada, pero que nunca tuvieron corazón para sacarla sólo porque había dado abrigo a toda nuestra ascendencia. Y cuando por fin tuve las cartas de mi abuelo, no pude parar de leerlas, una y otra vez. Cómo puede ser, me pregunto desde entonces, que un hombre que sólo fue un año a la escuela, escribiera así. Cómo puede ser que un campesino, alguien cuyas manos estaban ocupadas casi todo el día en los trabajos de la tierra, escribiera estas cartas. En Italia pensé en escribir un libro a partir de las cartas, incluiría también los testimonios orales. Visité museos de inmigración en distintos países, pasé muchas horas en el archivo de Bobbio. Me abrieron las puertas de pequeñas iglesias para buscar partidas de nacimiento, actas de bautismo, busqué documentación en las comunas. Después escribí un breve proyecto, que siempre sentí más de mi abuelo que mío. El proyecto ganó becas en Sicilia, en Bogliasco, en Bedigliora, en Nueva York y se convirtió en una escritura itinerante, de viajes y recorridos. No tengo casi ninguna certeza, sin embargo algunos días sé que la escritura es eso, una vuelta hacia el origen.
Volví muchas veces a Peli, un pueblo de diez habitantes en el que todos saben cuándo llego, vienen a saludarme, se alegran de verme. A veces, mientras estoy escribiendo, llega alguien que nos trae el primer corte de la verdura de su huerto, una pasta recién amasada, una foto que cuenta una historia. Una vez que salí a caminar por la montaña, me crucé con un hombre que manejaba un tractor. Se detuvo, me preguntó si yo era la escritora argentina y me entregó un sobre con los datos de su pariente que había emigrado a Buenos Aires después de la guerra. Me pidió que lo ayudara a encontrarlo. Hace poco grabé un saludo de una mujer de 86 años que está casi segura que sus familiares eran vecinos míos en Burzaco y ella quería saludarlos. Acá, en la Argentina, varios me escribieron para ver si puedo encontrar alguna conexión con sus familiares en Italia.
Había terminado de escribir el libro cuando me llegó una invitación para participar de XXII Festival Internazionale de Poesía en Génova. El título del festival sería La Ricostruzione Poetica dell´Universo. Entonces volví.Era junio, primavera en Europa. Y una noche, en los jardines de la Fundación Bogliasco, frente al mar de la Liguria, cerca del puerto del que mi nonno había partido hacia la Argentina para no regresar nunca más, con los Pradelli entre el público, leí los textos que escribí a partir de las cartas que mi abuelo le había enviado a su hermano Modesto. Hicimos una lectura simultánea. Me ayudó Alessandra Natale, que leyó los textos en italiano traducidos por Chiara Tana, mientras yo los leía en castellano. Dos lenguas que susurraban a la par y se encontraban. Esa noche la emoción fue para nosotros como una de las olas del mar que teníamos tan cerca, nos llevaba de aquí para allá y nos devolvía a nosotros mismos serenamente. Estuvimos acompañados en las lágrimas por todo el público, porque las historias de emigración/inmigración se parecen casi siempre.
Esa noche nos volvimos a Génova. Cuando llegamos, cenamos, brindamos y nos quedamos juntos alrededor de la mesa hasta las tres de la mañana, porque sí, y porque nos costaba separarnos. Unos días después, fuimos todos juntos a Peli a dejar un ejemplar de El sol detrás del limonero en la casa. Era verano en Peli y todas las noches, después de cenar, nos sentábamos en una terraza que da a los Apeninos. Contábamos historias, entrábamos y salíamos de ellas con todo el cuerpo del lenguaje y del silencio. A veces, leíamos textos de El sol detrás del limonero; fue el modo que encontramos de organizar la reconstrucción poética de nuestros propios universos.

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