domingo, 17 de abril de 2016

El sabor de la infancia de Silvia Fesquet


El sabor de la infancia

Bastó apenas con morder esa avellana para que el recuerdo lo inundara todo. De golpe, el coqueto café en que desayunaba se convirtió en el enorme comedor de la casa de mi infancia, y esa apacible y soleada mañana otoñal, en una Nochebuena en familia, con los adultos sentados en torno a la larga mesa y mi hermana y yo, sendas bandejitas en mano, dando vueltas en torno a ellos convidando las frutas secas que parecían florecer en esas fechas, una fiesta dentro de las Fiestas, Y es curioso porque, de habérmelo preguntado, jamás hubiera señalado a las avellanas como mis preferidas. Y sin embargo, con ese pequeño mordisco, tal como le ocurría a Proust con el trocito de magdalena embebido en té, el recuerdo apareció. ¿Cuál será el misterioso ábrete sésamo que despierta todo un universo dormido hasta entonces? ¿Será, tal como escribió el francés, que cuando de un antiguo pasado no queda casi nada, “el olor y el sabor, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, continúan aún vivos mucho tiempo, como almas, para recordar, para esperar, para anhelar, sobre las ruinas de todo lo demás, para llevar consigo sin desfallecer, en su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo”?
Es probable que así sea, porque detrás de esa evocación aparecieron el sabor de los duraznos blancos y jugosos, el del huevo batido con azúcar y una gotita de oporto en ese delicado vasito de cristal, el aire tibio de muchos atardeceres en flor y, como fantasmas desvaneciéndose, presencias queridas que ya no están.

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