lunes, 21 de febrero de 2011

Texto de Almudena Grandes - publicado en el País.com

"Un grano de trigo" de Almudena Grandes 07/06/2009
Tomado del sitio Banco de textos




Los libros recién hechos huelen bien, a primavera. La primavera huele a libros nuevos, esa fragancia inefable para la que no existen adjetivos ni sinónimos posibles, el olor que desprenden las flamantes cubiertas plastificadas, la intacta tirantez de los lomos adolescentes, tersos aún, sin una arruga. Los libros viejos, esos que posan sobre la piel una pátina tenaz, amarillenta, huelen igual de bien, pero su aroma es diferente. Los libros leídos huelen a vidas ajenas, misteriosas vidas de desconocidos, hombres de piel áspera, mujeres de uñas pintadas que los sostuvieron entre las manos cuando eran nuevos y olían a primavera, mientras aún desprendían el perfume de los libros recién hechos, papel, tinta y amor. Sobre todo amor.



El amor que inspiran los libros es una pasión compleja, tan difícil de explicar como la vida, a la que nutren y de la que se alimentan. El amor que reúne a un autor y a un lector alrededor de un diseño inmejorable, ese objeto tan simple y tan perfecto, tan barato, tan versátil, tan fácil de utilizar y reutilizar tantas veces, ligero, pequeño, fácil de transportar y rigurosamente dócil a la voluntad de su dueño, porque no necesita pilas, ni enchufes, porque nunca se cuelga, ni necesita actualizaciones, porque, más allá de la educación primaria, no requiere preparación alguna, y puede usarse igual debajo de la tierra y a nueve mil pies de altura –¿cómo pueden soportar los vuelos transoceánicos las personas que no leen?–, es de esos amores que le cambian la vida a cualquiera. Por eso es justo que la primavera ame los libros, que los libros se enamoren de la primavera.


Escribir un libro es inventar una isla desierta y desear apasionadamente un naufragio. Cada libro que se publica es un punto nuevo, una mota negra, redonda y diminuta, en el inabarcable azul del conocimiento, del pensamiento humano. Cada autor lo ha creado con sus playas y sus volcanes, sus ensenadas y sus peligros, sus selvas, sus desiertos. Y ha previsto que sea habitable, ha llenado sus mares de pesca y sus bosques de caza, ha escondido entre sus rocas estratégicos manantiales de agua potable, ha fecundado a conciencia sus llanuras para sembrar frutales y cocoteros, y se ha elevado a la altura de Dios, aunque haya tardado mucho más de seis días en crear todo esto y comprobar que es bueno. Después, irremediablemente humano otra vez, se ha limitado a cruzar los dedos para desear con todas sus fuerzas que un barco se hunda cerca de sus orillas, que al menos un hombre, una mujer superviviente, se deje salvar por las olas para recobrar la consciencia tumbado en la arena. A partir de ahí, todo el poder es del náufrago. De su voluntad depende que esa isla deje de estar desierta, que crezca, que se expanda, que se consolide como un continente fecundo y poderoso, o que esa mota negra, abandonada al azar de los mapas, pierda su forma, destiña su color, encoja de tamaño hasta convertirse en una sombra parda, después gris, un recuerdo borroso, frágil, polvoriento, por fin nada.



Claro que Robinson Crusoe me cambió la vida. ¿A usted no? No sabe la envidia que me da, porque eso significa que todavía podrá leerlo por primera vez. Que todavía podrá experimentar la emoción suprema de ese instante en el que Robinson sale de su cabaña, mira al suelo como todos los días, y ve en él una plantita verde, tierna, que le resulta conocida, porque es trigo, un grano de trigo que ha llegado hasta allí no se sabe bien cómo, porque él buscó afanosamente el grano que transportaba su barco sin encontrarlo jamás, y sin embargo, una sola semilla debió quedarse pegada en una tabla, en una caja, en el fondo de un saco, para desprenderse a tiempo, para caer en la tierra y recibir el agua de la lluvia, el calor del sol, hasta germinar a escondidas. ¡Oh, qué trampa sublime, oh, qué majestuoso artificio, oh, qué gloriosa osadía, oh, qué maravillosa rueda de molino, de esas que, al tragarlas, alimentan más que el pan! ¡Cuántos granos de trigo nos están esperando en todos esos libros que nos quedan por leer!



Si sale a la calle, si se deja guiar por la voluntad del sol en las mañanas lentas, perezosas, de esta primavera con prisas de verano, encontrará más de los que sea capaz de llevarse a casa en media docena de bolsas de plástico. Es posible que ahora mismo le estén llamando, que estén gritando su nombre, hasta sus apellidos, porque aunque usted no se lo crea, ya le conocen. Vaya a su encuentro, no lo dude. Mírelos, tóquelos, respírelos, sucumba a la borrachera de tinta que se desparrama desde el borde de todas las casetas de todas las ferias abiertas en casi todas las ciudades de España, y aspire su perfume. Porque los libros recién hechos huelen bien todo el año, pero cuando su olor se mezcla con el de la primavera, fabrican un aroma muy parecido al perfume de la felicidad.

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