Alfredo Di Bernardo: El descubrimiento de las palabras
Cuando tenía 3 años, me regalaron un alfabeto de
plástico, de esos que traen letras mayúsculas de distintos colores. No sé si
fue justamente a causa de esa diversidad cromática, o si sólo fue el reflejo de
una predisposición innata; lo cierto es que el abecedario en cuestión resultó
ser, para mí, un juguete muy atractivo. Según me han contado, yo me echaba de
panza al suelo y me entretenía largo rato manipulando las letras, examinando
sus formas y disponiendo de ellas a mi antojo como si fueran autitos, soldados
o animales imaginarios.
En algún punto imprecisable de mis juegos solitarios -y sin ser consciente de
ello, por supuesto- debo haber descubierto que el uso y combinación de las
letras podía no quedar necesariamente limitado a mi capricho y responder, en
cambio, a un orden externo cuyo ignorado andamiaje me excedía por completo. Así
fue como, mediante el simple recurso de observar y copiar, empecé a armar en el
piso mis primeras palabras. La leyenda familiar indica que me especializaba en
reproducir vocablos extraídos de etiquetas de productos que había en mi casa.
"Vino" y "Odex" fueron algunos de aquellos precoces logros.
Huelga decirlo, yo concretaba esta escritura de plástico sin saber leer. Es
decir, sin entender el significado de aquello que había construido. Claro que,
envuelto como estaba en mi absoluta inocencia, tal falta de comprensión acerca
de mi propia obra no constituia, para mí, motivo alguno de preocupación.
Debieron pasar todavía varios meses para que tal conflicto se hiciera palpable.
Todo sucedió una tarde de frío en que mi mamá volvió del centro y me regaló
unos libritos de cuentos comprados en Casa Tía, de esos que vienen con escaso
texto y grandes ilustraciones. No sé cuáles eran y tampoco sé si eran los
primeros que me compraba. Lo que sí recuerdo, y con asombrosa nitidez, es la
frustración -hasta entonces inédita- que sentí al tomarlos en mis manos y
abrirlos. Han pasado cuarenta años pero aún puedo revivir claramente la
impotencia descomunal que experimenté en aquel momento, cuando advertí que,
debajo de esos dibujos tan coloridos, habia unas manchitas negras, ordenadas en
fila como hormigas congeladas, unos signos que no lograba descifrar y cuyo
desconocimiento me dejaba afuera de algo que presentía importante, malherido
por una decepcionante sensación de estar arañando un cristal sin poder
traspasarlo.
No sé si, de algún modo, me las ingenié para exponer explícitamente mis
inquietudes al respecto, o si habrá bastado con prestarme atención para que
cualquier observador pudiera advertirlas. El asunto es que mi mamá decidió
estimular mi curiosidad, compró el mítico libro "Upa" y, tomándolo
como guía, me enseñó a leer.
No recuerdo gran cosa acerca del contenido de ese libro, ni tampoco de los
sucesivos pasos que conformaron mi proceso de aprendizaje, pero es indudable
que, después de atravesar victorioso sus páginas, yo fui otra persona. Mejor
dicho, me sentí una persona por primera vez. El dominio del lenguaje escrito
operó en mi vida un efecto revolucionario: mamá amasaba la masa, yo amaba a ese
oso, y mis 4 años se apoderaban de la llave maestra que abría la puerta para ir
a jugar. Habia conseguido la clave mágica, el "Ábrete Sésamo" que me
franqueaba el paso hacia el conocimiento deseado.
Habrá quienes se asoman al mundo impactados por los números, las imágenes o los
sonidos. A mí, el universo se me revelaba poblado de palabras y me lancé con
entusiasmo a apropiarme de ellas.
Previsiblemente, para cuando cumplí 5 años y promediaba mi paso por el Jardín
de Infantes, yo no sólo leía con fluidez los libritos de cuentos -que me
regalaban cada vez con más frecuencia- sino que abordaba con bastante soltura
cuanto texto cayera en mis manos. No había antinomia alguna entre el juego y la
lectura; leer era otro modo más de jugar. Como consecuencia lógica, mi
vocabulario se fue ensanchando en forma vertiginosa, con la misma naturalidad
con que una esponja absorbe el líquido en que la sumergen. Había palabras que
me gustaban y otras que no, palabras que hacían reír y otras que daban miedo.
Había, también, algunas que resultaban completamente ajenas a mi realidad
circundante y, tal vez por eso mismo, llamaban mi atención. En sucesivos
libros, un niño hacía trabajos en "rafia", un "milano"
amenazaba a unas gallinas, y un señor iba a la playa muy contento con un
"quitasol". Una revista mostraba la encantadora foto de una familia
de "koalas" y otra, el porte adusto de un "dromedario". Un
álbum de figuritas educativas presentaba a Helen Keller como
"filántropa". De una historieta de Anteojito que se desarrollaba en
la Edad Media aprendí lo que era un "escudero" y por otra que
transcurría en la Prehistoria me asusté con un "pterodáctilo". Y en
las revistas deportivas... bueno, de ellas es tanto lo que saqué, que bien
podría dedicarles una crónica aparte.
Las palabras me han ayudado a entender mejor los mundos reales y a disfrutar
los imaginarios. El correr de los años me ha develado su intrínseca
ambivalencia y también su frecuente ineficacia para lograr que nos entendamos
unos con otros, pero la atracción que ejercen sobre mí sigue intacta. Aún me
divierte jugar con ellas. Ya no me tiro en el suelo, es cierto, pero todavía
acomodo letras tratando de reflejar lo que percibo. Y cuando el azar trae hasta
mí una frase que me conmueve o me resulta admirable, siento que vuelvo a
ingresar a la cueva del tesoro, y que el tesoro sigue ahí, al alcance de mis
ojos.
