Tengo una foto en mis manos. Somos nosotros, Diego y yo, antes de que todo comenzara. Es una imagen del principio, primordial. Tengo un polvillo blanquecino en mis dedos. Son los restos del veneno que le sirvo todas las tardes en el vaso de sake: en cada toma un miligramo más. Es una evidencia del deterioro, terminal. El polvillo ha manchado la foto, de la misma manera que el sórdido presente mancha los recuerdos hermosos del pasado. Están contaminados esos recuerdos, tan envenenados como la copa de aguardiente. Miro ahora la foto y no le reconozco. Es el rostro de un hombre que se sabe amado: resplandece. Y era yo quién le amaba, aunque ahora no atino a saber cómo ni por qué.
Hace seis meses que nos hicimos este retrato, apretujados en un fotomatón de la estación de Atocha, cuando llegamos a Madrid. Hace seis días que empecé a echarle los polvos en la copa. Las mujeres somos buenas
envenenadoras: es un arte final que nos es propio. A los hombres les gusta matar con grandes exhibiciones de violencia, como si se sirvieran del asesinato no sólo para librarse de un enemigo, sino también para hacer una demostración de poderío. Y así, estrangulan, apalean, descoyuntan y degüellan. Sobre todo aman las navajas, los cuchillos, las hojas afiladas. Los temibles hierros penetrantes. Si me oyera el psiquiatra diría que estoy obsesionada con los símbolos fálicos. En realidad era un psiquiatra muy malo. Gratis, de la Comunidad. Sólo fui un par de veces, cuando empezaron a sucedernos cosas raras.
Pero decía que los hombres gustan de matar violentando los cuerpos desde fuera, mientras que las mujeres preferimos la destrucción interior, que es más sutil. Somos especialistas en este tipo de asesinatos y gozamos de una larga tradición intoxicadora: desde la madrastra de Blancanieves a Lucrecia Borgia. A fin de cuentas, preparar una pócima letal es muy parecido a preparar una sopa de gallinas, por ejemplo. Quiero decir que es una cosa de nutrición, que todo se queda entre pucheros. El envenenamiento como parte de la gastronomía.
A mí siempre me gustó cocinar. Y a Diego tirar dardos. En eso, y sólo en eso, se nos anunciaba de algún modo el destino. Nos conocimos precisamente así: yo cocinaba en un bar de la playa, en La Carihuela, en Torremolinos, y él ganó el concurso de dardos del local. Era muy bueno, yo nunca había visto nada semejante. Era capaza de clavar una flecha en el culo de otra. Llevaba unos dardos especiales, de madera y plumas, en un estuche de cuero despellejado. Había vivido en Londres durante mucho tiempo, una vida
nocturna de pubs, dianas de corcho y ocupaciones imprecisas y tal vez inconfesables. A mí me gustaba que fuera así, aventurero, cosmopolita y enigmático. Tampoco mi vida había sido lo que se dice ejemplar. Soy de la generación del 68, he rodado mucho y no siempre por los sitios más adecuados. Viví un par de años en la India, he sido yonqui, me detuvieron una vez en Heatrow con unos gramos de opio. Cuando encontré a Diego hacía mucho que estaba limpia, pero el mundo me parecía un lugar bastante triste. Él me dijo: “Te
puedo hacer daño, no te enamores demí”. Y esome bastó para quedar prendida. Tengo cuarenta y cuatro años. Diego catorce menos. Pero hace seis meses apenas si se notaba la diferencia de edad: yo todavía conservaba un buen aspecto. Lo que siempre me ha fallado ha sido la sensatez, no el físico. Cuando nos vinimos a Madrid llevábamos un mes viviendo en la gloria. Nuestra pasión era insaciable: llegamos a la estación de Atocha y nos instalamos en el hotel Mediodía, justo al otro lado de la plaza, porque cualquier
otro sitio parecía demasiado lejos para nuestra urgencia. Le prendíamos fuego a la cama varias veces al día. Y no era sólo el sexo: a través de tanta carne yo creía recuperar mi espíritu. Queríamos querernos y empezar juntos una nueva vida. A veces se me saltaban las lágrimas y pensaba que era de felicidad. Tenía que haber aprendido para entonces que llorar siempre es malo.
El dinero se nos iba demasiado deprisa y necesitábamos buscar algún trabajo. Pero pasaban los días y no hacíamos nada. Una mañana de domingo, Diego llegó al hotel muy tarde y muy excitado. Venía con un transportista y traían entre los dos un enorme baúl. “Lo he comprado en el Rastro, en una tienda de antigüedades”, dijo mientras lo abría. “Es auténtico y me ha costado baratísimo.” Dentro había tres vestidos chinos de mujer, entallados, muy bellos, de satén bordado, y tres opulentos p’ao, el traje chino de hombre en el que luego se inspiró el quimono japonés (¿y por qué sé yo esto?, los tres negros y con el forro color fuego. Nunca había visto antes una seda como aquella, tan densa, tan pesada. En el baúl estaban además todos los complementos necesarios: pantalones, zapatos, flores artificiales y agujas para el pelo, barras de maquillaje
y joyas falsas. Había también una gruesa plancha de madera revestida de corcho, compuesta de tres paneles articulados; una vez montada sobre unos caballetes quedaba perfectamente vertical y del tamaño de una puerta más bien ancha.
“Y ahora viene lomejor”, dijo entonces Diego. Y sacó una caja lacada color musgo. Cuchillos. Estaba llena de cuchillos. Finos, delicados, de doble filo, la hoja larga y punzante, el mango de plata labrada con incrustaciones de nácar. Relampagueaban como joyas en su lecho de terciopelo verde oscuro. Recuerdo
haberme extrañado de que la plata no estuviera ennegrecida, pero no dije nada. “Uno solo de estos puñales debe de costar lo que me han cobrado por todo el baúl, ha sido una ganga”. Nos probamos la ropa: nos quedaba perfecta. Empecé a sentirme yo también feliz. Era una felicidad extraña, un poco intoxicante, como el burbujeo que te sube por la nariz cuando tomas champán. “Ya verás, montaremos un número de variedades, seremos un éxito”, dijo Diego. El aliento le olía un poco a alcohol. Eso hubiera debido hacerme sospechar algo malo, o al menos algo raro, porque él jamás bebía ni una sóla gota. Pero me sentía tan
contenta y tan poderosa dentro de mi bello traje de china que ignoré los avisos. Suave suave el satén sobre mi piel, una caricia. Despojé a Diego de su quimono e hicimos el amor ahí mismo, en el suelo, entre cuchillos.
Los primeros cambios fueron tan sutiles que fui incapaz de percibirlos.
Pensando ahora, desde el conocimiento de lo que después vino, me doy cuenta de que, tras la entrada del baúl en nuestras vidas, nada volvió a ser igual. Diego empezó a entrenarse: montó el panel de corcho en un rincón del cuarto, chinchetó en él una silueta de papel y se puso a lanzar los cuchillos. Al principio, hasta que cogió el pulso de la forma y el peso de las armas, las puntas de acero rasgaron alguna vez el borde del patrón. Pero enseguida, y para mi sorpresa, porque los puñales exigían una técnica muy distinta a la de los
dardos, adquirió una precisión y una seguridad admirables. “Dentro de poco empezaremos los ensayos de verdad”, dijo una tarde. “¿Cómo de verdad?”, le pregunté, aunque sabía. “Contigo. Los ensayos contigo, en el panel”. Me dejé caer sobre una silla. “Ni lo sueñes. No lo voy a hacer. No pienso hacerlo”. Diego se
volvió bruscamente hacia mí: tenía un cuchillo en cada mano y por primera vez le tuve miedo. Pero fue un sentimiento tan fugaz como un escalofrío. Sonrió. “No seas tonta: eso es lo que nos va a hacer famosos, eso es lo que dará a nuestro número su categoría. Sin eso no nos contrataría nadie. No tendrás miedo, ¿verdad? Si no estuviera seguro de que no te va a pasar nada no te pediría que lo hicieras, cariño. Ya ves que no fallo nunca”.
Era cierto, no fallaba jamás. Me estremecí. Me acababa de dar cuenta de que hacía mucho que no me llamaba “cariño” y que no me trataba tan dulcemente. Hacía varios días que no nos amábamos. Cada vez empleaba más horas en sus entrenamientos: incluso se vestía desde por la mañana con el p’ao, decía que necesitaba acostumbrarse a las amplias mangas para que no le estorbasen en la tirada. El panel había ido saliendo de su rincón del cuarto y ahora estaba en mitad de la habitación. Me ponía nerviosa la visión omnipresente y protagonista de esa estúpida plancha de corcho y madera. O quizá me ponía nerviosa el progresivo ensimismamiento de Diego. En cualquier caso, yo salía cada día más. Me levantaba temprano y me iba del hotel, paseaba por el Retiro, tomaba limón granizado en los chiringuitos, me sentaba en los bancos de Recoletos a leer un libro, me metía en un cine. Incluso fui una vez al Museo del Prado. Y cuando regresaba al hotel, Diego seguía clavando puñales en el corcho. En la penumbra, porque la habitación estaba cada día más a oscuras. Empezó corriendo las cortinas, luego bajando las persianas más y más. “No soporto este sol, el verano en Madrid es inaguantable.” Ahora estaba casi siempre de mal humor. Le había cambiado el carácter. Lo cual no era extraño, porque bebía. Bebía cada vez más y desde más temprano. Comenzó con
cervezas, luego se pasó al whisky. Esos días fueron mi última oportunidad, ahora lo veo: hubiera debido marcharme entonces, pero no me sentía capaza de abandonarle. No ya por no poder vivir sin él, sino por no poder vivir sin mi propia pasión. Sin la ilusión de que la existencia podía ser un lugar mejor, sin ese centelleo entre las tinieblas.
Una tarde regresé al hotel y me encontré con que Diego me estaba esperando. Me arrojó uno de los vestidos chinos. “Póntelo. Vamos a empezar los ensayos.” “Te dije que no pensaba hacerlo”, contesté cruzándome de brazos. Fue un desafío que duró muy poco: de inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas. Nunca me había pegado. “Póntelo.” No estaba en absoluto furioso: su fría determinación era lo que le hacía más terrible. Aturdida, me quité los vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me había desnudado ante sus ojos, tantas veces había disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerme al amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me hacía daño. Me puse el traje; algo se revolvió en mi estómago: era un espasmo de odio. Me dirigí hacia el panel con resolución: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me importaba lo más mínimo. El odio crecía dentro de mi vientre, mezclado con la furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle. Apoyé la espalda contra el corcho, extendí los brazos y me agarré al marco de madera labrada. Diego comenzó a arrojar los cuchillos: los puñales silbaban en el aire estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de las caderas, los segundos junto a los hombros. Después las afiladas hojas se apretaron en el hueco de las axilas, en la cintura, en la línea de las piernas. Las dos últimas se hincaron junto al cuello; cerca, muy cerca, como besos de acero. No quedaban más cuchillos y yo seguía viva.
Diego se acercó y me apartó del corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empezó a hacerme el amor con rudeza, incluso con violencia. Y a mí me gustaba. Le necesitaba de una manera feroz, absoluta, distinta. Había algo desesperado en la manera en que nos aferrábamos el uno al otro, en el modo de combatirnos por medio de la carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pensé. Desde el suelo veía, en el panel, la silueta de mi cuerpo hacha con cuchillos, el perfil vacío de mi otro yo.
Nada más terminar me puse en pie: quería ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi. Estaba todo extendido sobre la cama, ordenadamente dispuesto, como si fuera un bodegón. El gran sobre de papel marrón a un lado, luego los recortes de periódico haciendo un cuadrado, en el centro el folio mecanografiado. “¿Qué es esto?”, pregunté. Diego se encogió de hombros: “Un sobre que me han dejado en recepción”. Cogí los papeles. Los recortes estaban
muy amarillos y eran todos del año 1921. Trágico accidente en el circo Price. La muerte visitó la pista. Horror en el circo... Miré el folio: era una hoja nueva, sin arrugar, escrita a no dudar recientemente. Decía así:
“El 17 de febrero de 1921, durante la función de noche del circo Price de Madrid, hoy desaparecido, Lin-Tsé, artista estrella de la velada y lanzador de cuchillos de gran fama, atravesó la garganta de su compañera en mitad de la actuación, causándole la muerte de manera instantánea. Era época de carnavales y el circo estaba lleno, de manera que dos mil personas pudieron contemplar, espantadas, el fallo irremediable, la sangre que inundó de inmediato la pista y el dolor de Lin-Tsé que, en su desesperación, se arrancaba
los cabellos de su larga coleta y hubo de ser sacado de escena medio desvanecido. Y no era para menos, porque la víctima, la pobre Yen-Zhou, no sólo era su ayudante, sino también su esposa.
“Pero si alguno de esos dos mil horrorizados y conmovidos espectadores hubiera podido ver a Lin-Tsé pocos días después, sin duda se habría admirado ante la asombrosa recuperación del artista. Una vez secas las lágrimas de la primera noche, el hombre, inescrutable, no volvió a mostrar inclinación alguna a llorar a su muerta. En la compañía se rumoreaba desde hacía tiempo que Lin-Tsé mantenía una relación clandestina con Paquita, una de las muchachas del coro; la relación se hizo oficial apenas el artista quedó viudo, y cuatro o cinco meses más tarde se casaron. Paquita tenía quince años por entonces; Lin-Tsé, unos cuarenta, y Yen-Zhou, según los recortes de la época, había cumplido los sesenta y uno. La policía interrogó al artista varias veces, pero nunca consiguió probarle nada. Todos en el circo estaban convencidos de que Tsé, un gran profesional que jamás fallaba en su rutina, había asesinado a su esposa en medio de la función de gala, bajo la mirada de todo el mundo, en un crimen espectacular ejecutado dentro de un espectáculo, el crimen más evidente y menos disimulado, el crimen perfecto”.
Los folios no tenían firma, el sobre carecía de remite. “¿Qué es esto?”, pregunté de nuevo: mi voz sonaba chillona, extraña en mis oídos. “No sé. Supongo que me lo ha mandado el anticuario”, respondió Diego. Volvió a encogerse de hombros y se sirvió una copa de una botella tripuda que yo antes no había visto. “¿Quieres? Es sake. Un aguardiente de arroz japonés. Muy rico. Creo que de ahora en adelante no voy a beber más que esto”, dijo con un guiño. Y tenía razón. No ha vuelto a beber más que sake. Últimamente, sake envenenado.
A partir de ese momento las cosas no hicieron sino deteriorarse. Aunque, a decir verdad, lo sucedido, más que un deterioro, era y es un cumplimiento, la llegada inexorable de nuestros destinos, de un final extraño y sin embargo lógico para el que parecería que hemos nacido, de modo que nuestras existencias anteriores, todas las peripecias y avatares vividos, no habrían sido sino el tiempo de espera hasta llegar a esto. Y esto es el furor y la violencia, el odio que hoy nos une con más fuerza de lo que une la pasión amorosa más intensa. Nunca he dependido tanto de un hombre como dependo hoy de Diego. Por eso quiero matarle.
Durante un tiempo seguimos ensayando: todos los días, empleando en ello muchas horas. Ya no salíamos de la habitación del hotel: mi vida era un lugar angosto y el universo se acababa en el pasillo. Vestíamos las ropas chinas, dormíamos de madrugada, comíamos desganadamente las bandejas que nos subían, a deshora, camareras estúpidas a las que yo detestaba inmediatamente, porque creía ver en ellas a mis rivales, chicas jóvenes con las que Diego coqueteaba. Yo me había descuidado mucho: podían pasar varios días sin que me lavara, llevaba las uñas rotas y sucias, el pelo grasiento. Me miraba de refilón en los espejos (no soportaba, ya no soporto más mi visión directa) y me veía vieja. He envejecido tanto en unas pocas semanas que casi parezco otra persona.
Un día Diego se quitó el p’ao, se vistió con sus antiguos vaqueros y una camisa y se fue del hotel sin decir palabra. Yo me quedé temblando. Temblaba tanto que me tuve que sentar en la cama, ya que las rodillas no me sostenían. Tenía miedo porque pensaba que Diego se había ido para siempre. Pero también tenía miedo porque pensaba que iba a regresar. Me asusté tanto de mi propio susto que me eché a la calle y acabé, no sé cómo, en un centro de mujeres del barrio. Fue entonces cuando me enviaron a la consulta del psiquiatra. Creo que aquél fue mi último intento de escapar.
Durante algunos días repetimos los dos la misma rutina: Diego se marchaba por las mañanas y yo poco después. Por la noche regresábamos a nuestro estrecho encierro. El día de mi tercera cita con el médico no acudí. En vea de ir a la consulta fui andando a la Biblioteca Nacional y convencí a uno de los empleados para que me buscara el significado de la palabra sipabiyao. Tardó bastante, pero al cabo regresó con la respuesta: era un arbusto parecido al zumaque, de la familia de las terebintáceas, pero en una variedad que sólo se daba en China. Era además, mucho más intoxicante que su pariente europeo. De hecho, la ralladura de sus raíces constituía un veneno poderoso; administrado en ínfimas cantidades, pero de forma continuada, alteraba al poco tiempo el proceso de coagulación de la sangre, de modo que la víctima fallecía a causa de derrames cerebrales o hemorragias que parecían naturales. Como se trataba de un veneno limpio, que no dejaba huella, había sido abundantemente usado, según decían las crónicas, en las épocas más turbulentas de la China de
los mandarines, hasta el punto de que el último emperador de la dinastía Ming mandó arrancar, en 1640, todos los sipabiyaos del país, y prohibió su plantación y tenencia bajo pena de muerte. Eso, ralladura del arbusto letal, era lo que yo tenía en una minúscula botellita que estaba en el baúl, revuelta con los demás pomos de los maquillajes.
Cuando Diego regresó aquella noche me comunicó que había firmado un contrato para que actuáramos en Carambola, un local a medias cabaré y a medias discoteca que está en la plaza del Ángel. Allí seguimos todavía; he de decir que tenemos mucho éxito y que hemos contribuido a que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce y a las dos. Cerramos el espectáculo, que aparte de nuestro número es bastante vulgar: un travestido que imita a Rocío Jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni demasiado jóvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos pintados de purpurina. Luego salimos nosotros. Diego revienta globos y parte manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza armas desde el suelo, de espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el número fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a mí. Al final redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago lentamente, mientras van acallándose las voces de la sala. Porque siempre se callan. Guardan un silencio absorto y casi litúrgico mientras Diego dispone sus cuchillos en hilera en la mesita auxiliar a su derecha. Y cuando coge el primero, cuando sujeta el puñal por la afilada punta y lo alza en el aire, centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es como un fragor en los oídos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea más que mi miedo, que me agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el próximo cuchillo sea el último.
Pero hasta ahora no lo ha sido, así que la vida continúa. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos maltratamos: mucho más que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando está muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases más terribles que he dicho jamás. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, haciéndole sentirse despreciable. Sé que le vuelvo loco cuando le hablo con todo mi odio. Es como si ahora Diego y yo sólo supiéramos vivir para hacernos daño.
Hace unos días empecé a echarle los polvos de sipabiyao en la copa de sake. No es muy distinto de echar levadura en un bizcocho. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes con él, él me asesinará una de estas noches, en mitad de la actuación, frente a todo el mundo. Me clavará un cuchillo en la garganta, como hizo Lin-Tsé con Yen-Zhou en el circo Price. A veces me pregunto qué nos ha sucedido. Me produce vértigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia. Resulta extraño, por ejemplo, que Lin-Tsé, según explica uno de los recortes, muriera dos días después de su boda de un derrame cerebral. Y que yo intuyera, que supiera de algún modo, aun antes de ir a la Biblioteca Nacional, que el diminuto frasco en el que se leía esa única palabra, sipabiyao, era una sustancia letal: mi arma secreta. O que la piel de Diego se esté poniendo oscura, un poco amarillenta: como de chino. Oh, sí, claro, el hígado, el sake, bebe tanto. Ahora sé que Diego había sido un alcohólico antes de conocerme. Y eso, su recaída, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso y mis deseos autodestructivos, como decía ese estúpido psiquiatra. La pasión como dolor, la pasión como peligro. Sí, podría ser. Pero ¿por qué no dudo a la hora de escoger
la dosis adecuada del veneno? ¿Por qué mi cuerpo ha envejecido tanto en tan poco tiempo? ¿Por qué ahora parezco estar más cerca de los sesenta años que de los cuarenta?
De modo que seguimos. Esto es, yo sigo empozoñando su bebida y él sigue arrojándome los cuchillos cada noche, mientras yo espero, arrimada al papel, que me suba a la boca el sabor final del acero y la sangre. A veces, cuando está a punto de tirar el arma, creo adivinar (tarda un poco más de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo cruza sus ojos fugazmente: un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria. Y por una milésima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estábamos en la foto de la estación de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de ganas de querernos: la pasión como vida, la pasión como belleza. Mueve entonces el brazo Diego imperceptiblemente, rectifica en último momento la dirección del tiro, y el cuchillo se clava una vez más junto a mi cuello con un sonido seco, borrando el dulce espejismo que nos unía al pasado y anegándonos nuevamente de odio. Así son nuestras noches, así pasan los días. No sé quién conseguirá esta vez acabar antes.