Su
apelativo pasa de sustantivo a adjetivo porque es una personalidad y a la vez
una condición: se es y se asume, por eso evoca, como el
cuentista, al embaucador, al engañador.
Su
oficio consiste en hacer visible lo invisible. Trae del mundo
fantástico una serie de objetos y personajes, materiales e inmateriales,
que revelan verdades espirituales. En el mundo de
la cultura es una de las aves
fénix, condenada eternamente a desaparecer y renacer de
sus cenizas, todo lo vulnera y lo amenaza,
por eso sabe resucitar. Sus recursos están tomados de la
ancestral costumbre ritual de la seducción: crear
el interés, la atracción, el embotamiento y tensión del público. En
la tradición, su formación está a cargo de los viejos que lo
entrenan en la escucha para que aprenda las leyes de la comunicación. El
cuentero rara vez tiene el espíritu del héroe o el protagonista, su labor es
más la del acompañante y observador que sabe hacer ver que las
cosas pasan.
Dice Paul Auster que las cosas le pasan al que puede contarlas,
por otro lado, Jack London dice
que las cuenta el que más rápido corrió; los
maoríes, por su
parte, consideran que el cuentero tiene el corazón pacífico;
con estas fronteras, es decir, entre el que mira e interpreta, el cobarde y el que borda,
construimos un universo de tejedor que trata
de narrar, comprender y proyectar. El
cuentero acompaña a los héroes,
los observa y anima, es
amigo del aventurero en sus vicisitudes, es necesario
en la historia personal para entender el desarraigo y el fracaso
y, así mismo, dar cuenta de los triunfos. De ahí
su lugar de observación, ubicación y construcción
de sentido
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