Once razones
para contar cuentos
Beatriz Montero
1.
SUPERVIVENCIA
La primera
vez que conté un cuento en público fue por supervivencia. Vamos, para salvar el
pellejo, como se suele decir; y tuve sólo tres segundos para inventármelo. Me
encontraba en una clase de relajación. Me llevaron allí unos amigos con la
promesa de que tendría una experiencia cósmica, y no les faltó razón.
Cuando
llegamos al local me presentaron al profesor y, tras un apretón de manos y los
intercambios de nombres, nos señaló unas esterillas en el suelo. Me descalcé,
me tumbé boca arriba y clavé la mirada en el techo desconchado. El profesor
bajó la intensidad de la luz de las bombillas y comenzó a hablar con voz de
ultratumba: “Relajen los pies, las piernas, las caderas… Peguen la espalda al
suelo, relajen los hombros y el cuello, y cierren los ojos”. Debieron pasar
unos quince minutos de silencio. Maribel decía que fueron sólo tres. No sé, con
los ojos cerrados se pierde la conciencia del tiempo; el caso fue que tras esos
minutos el profesor volvió a hablar: “Imaginen un lugar idílico”.
Imaginé el mejor
lugar del mundo: el pueblo de mis abuelos, donde había pasado tantos veranos.
Construí las montañas, el río que nace allí y que va a parar al pantano que se
encuentra a escasos kilómetros del pueblo, la carretera con boñigas que divide
al pueblo en dos: A un lado la pequeña iglesia románica que desde el aire
parece un montecito de tierra caliza, el bar de Manolo, la plaza del pueblo con
sus cuatro bancos de hierro y las dos farolas, el Ayuntamiento, más allá la
única tienda de comestibles, el torreón; al otro lado de la carretera el río,
un puente románico, los cerezos de la tía Lucía, el caserón de los abuelos, las
ovejas pastando… y al final del pueblo la casa del cartero.
“Imaginen
ahora --continuó diciendo el profesor-- un objeto.”
2. LOS
SENTIDOS
No sabría
explicar por qué me vino a la mente aquel sonido, el zumbido de una mosca, pero
a los segundos supe que un sonido tan fuerte no lo podía hacer una mosca. Quizá
fueran las aspas de un molino, pero no: se trataba de un helicóptero. Había
construido un helicóptero que sobrevolaba la sierra y se dirigía hacia el
pueblo. Luego apareció otro, y otro, y otro helicóptero, y un B-52. ¿Un B-52?
¿Qué hacía allí un B-52? El caso es que el avión adelantó a los helicópteros, y
cuando estaba acercándose al palomar donde empieza el pueblo el profesor dijo
masticando las sílabas: “Imaginen una acción”.
3. OTRO
MUNDO MÁGICO
Por qué, por
qué tuvo que decir nada. Cuando el B-52 se encontraba encima de la iglesia
románica dejó caer una bomba, y aquel montecito de tierra caliza se convirtió
en arena y polvo. Todos salían de sus casas gritando, corriendo hacia la
carretera que divide al pueblo en dos. Hasta el Aguilucho, que no hay quien le
moviese del poyete del bar con su vaso de vino, corrió como alma que lleva al diablo
hacia la carretera. El B-52 dio un giro de 45 grados y lanzó otra bomba que
cayó a la altura de la casa de la tía Lucía. Los perros, las vacas, las ovejas
saltaban vallas y corrían en todas las direcciones.
4. LA
CONCIENCIA DEL CUERPO
Viendo todo aquello
se me tensó el cuerpo, y sé cuando la tensión está llegando a un estado grave,
porque se me empieza a agarrotar el cuello. Los músculos tiran hacia debajo de
la boca. Las piernas se habían quedado tiesas como alambres con las puntas de
los dedos hacia arriba. El profesor no debió de darse cuenta de mi situación
crítica. La gente seguía corriendo por el pueblo. Algunos llevaban la mirada
perdida y corrían sin dirección. Cuando pensé que nada peor podía ocurrir, el
profesor dijo: “Imaginen un resultado de la acción”.
5. EL GRAN
FINAL
El B-52
lanzó tres bombas seguidas a lo largo de la carretera y arrasó con el puente,
el río, las vacas, los cerezos, los perales, el tío Antonio, la tía Lucía, el
caserón, los abuelos, el Ayuntamiento, los víveres… Vamos, que se fue todo a
tomar aire fresco.
“Bien --dijo
el profesor-- abran los ojos y cuenten su experiencia”.
6. SALVAR
OBSTÁCULOS
Cuando me
tocó el turno y conté mi experiencia todos escucharon enmudecidos mi historia.
El profesor me miró con los ojos irritados, mandíbula apretada. Y cuando hube
acabado mi experiencia dando todo tipo de detalles y ambientándolo con sonidos,
el profesor aflojó la mandíbula y me gritó: “¡Y no fuiste capaz de salvar
NADA?”
El profesor
tenía los ojos enrojecidos, y entendí que mi integridad corría peligro. Mis
amigos inclinaron el cuerpo expectantes por saber cómo salía de esa.
“Sí --le
contesté--: la montaña rocosa”. Y en tres segundos me inventé una historia de
por qué esa montaña había sobrevivido.
7. LO MÁGICO
El don de
inventarme historias no me vino ese día, la verdad; sino que me viene de
familia, por herencia. Procedo de una familia de cuenteros, trovadores,
fabuladores, cómicos, comediantes, juglares, charlatanes, sacamuelas... Mi
abuelo, que conocía muy bien el poder de la palabra, se enriqueció con la venta
de historias a diez pesetas en el mercado central. Tenía todo tipo de
historias: historias para enamorados, para mal de amores, historias que
quitaban los dolores de muelas, historias de viajes. Vendía todos los cuentos
que había heredado en la familia, y que luego heredó mi padre, y que han pasado
a mí. Aprendí de boca de ellos que las verrugas en la nariz salen por no comer
manzanas, que a los peces se les pesca por bocazas, y que la Luna sabe a queso.
Gracias a esas historias, a los quince años sabía los secretos necesarios para
enfrentarme a la voracidad del asfalto.
8.
LONGEVIDAD
Mi abuelo ha
logrado llegar a la edad de doscientos treinta y cuatro años, aunque aparenta
ochenta y pocos. Su secreto no está en las cremas antiedad, ni en la
alimentación o tratamientos de belleza, sino en las historias que nos cuenta en
las que unas veces es Simbad y otras un caballero con armadura luchando contra
un dragón. Le fascina contar cómo logró matar a una serpiente de tres metros de
largo. Cuenta que un día encontró junto al poyete una gran serpiente enroscada
como una gran boñiga. Sin pensárselo dos veces cogió un gran palo y esperó
durante horas bajo un sol sahariano a que se desenroscara, y cuando esto
sucedió le dio un golpe certero y partió a la serpiente en dos. Pero aquella
mala bestia siguió serpenteando hasta que con un segundo golpe le separó la
cabeza del cuerpo y la mató. Con la piel de aquella serpiente se hizo la gran
maleta que usó para sus viajes en alta mar.
9. EL
ESCONDITE
Recuerdo
perfectamente aquella maleta porque pegó en ella como un sello la cabeza
aplastada de la serpiente. Esa maleta está ahora debajo de su cama, y en ella
esconde una isla, un barco con piratas, la bruja Endunda, el doctor Terribilis,
un gato, un perro, un burro, un cerdo, varios ratones de biblioteca, tres
pelucas, dos grandes zapatones verdes, un chaleco de cuadros, un soldado árabe,
el gallo Kiriko y Poncha, la princesa de nariz rechoncha.
10. LAS
RAICES
Como decía
antes, empecé esta profesión casi por accidente, cuando el profesor de
relajación me preguntó qué es lo que había salvado de aquel bombardeo, y le
contesté que la montaña rocosa. Porque recordé que se contaba que entre las
rocas había una puerta roja por la que se podía atravesar la montaña. Y aunque
nadie ha visto jamás esa puerta, tampoco nadie duda de su existencia, ya que
ese secreto ha pasado de boca en boca de generación en generación.
11. VIAJAR
Todos los
años tenemos grandes reuniones familiares en las se relatan secretos muy
secretos e historias que sucedieron hace tiempo. El año pasado estuvimos de
viaje por África sin movernos del pueblo. Este año estamos preparando un viaje
por la India. Tía Clara traerá kilos de curry para llenar las dos tinajas de la
entrada de la casa. La tía Lucía dice que cerrará las ventanas porque en la
India hace mucho calor. Nosotros llevaremos las esterillas para dormir en el
patio, y por las tardes tomaremos el té mientras el abuelo nos cuenta cuentos
indios.
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