martes, 10 de enero de 2017

Cuento de Navidad de Claudia Piñeiro


Una historia que transcurre un 8 de diciembre, cualquier 8 de diciembre; el día que según los usos y costumbres debe armarse el árbol navideño.
Mañana
Baja la caja del altillo. Espera que los chicos estén durmiendo para bajarla. ¿Te parece que es hora de ponerte a hacer eso?, le pregunta su marido. Ella no le contesta. Lleva la caja a la planta baja, al living, junto a la ventana que da al jardín. Al mismo lugar donde siempre, cada ocho de diciembre, ella arma el árbol. Los chicos más que ayudarla le hubieran complicado la tarea. El marido baja las escaleras y pasa hacia la cocina. Voy a tomar un poco de agua, dice. Ella saca primero la base, abre las cuatro patas, y la apoya en el piso. El metal raspa la madera del parquet. Luego se dedica a las ramas, envueltas en papel de diario. Las desenvuelve. Mañana se van a enojar, los chicos, se van a enojar. A sus hijos les gusta armar el árbol de Navidad, pero ella prefiere hacerlo sola. Por eso esperó a que se durmieran. No les dijo que hoy era el día. Cuando se despierten el árbol ya va a estar listo. Desde la cocina se escucha el sonido del agua que corre. Ahora ella engancha la primera fila de ramas en la base. Las abre. Trata de que queden derechas, parejas, equidistantes. Prefiere el enojo de sus hijos y no el propio. Lo maneja mejor; maneja mejor cualquier enojo que no sea el suyo. Coloca la segunda  serie de ramas. Las abre. Las acomoda. ¿Tenés para mucho?, pregunta su marido antes de subir al cuarto. Ella no contesta. Ni siquiera lo mira. Sabe que cuando su marido pregunta “tenés para mucho” es porque quiere sexo. Y ella no quiere. Por eso no contesta, se hace la que no lo escucha. Coloca la tercera fila de ramas. Algunas se desflecan y caen  restos de plástico verde sobre el piso de madera. El año que viene va a tener que comprar otro árbol. ¿Tenés para mucho?, vuelve a preguntar él. Ella esta vez lo mira, pero tampoco contesta. El año que viene,  va a comprar un árbol nuevo el año que viene. Este año ya es demasiado tarde, hay demasiada gente en los negocios comprando adornos navideños, y a ella no le gusta cuando hay mucha gente. El marido sube la escalera y desaparece. Arriba, una puerta se golpea con fuerza. Es él, ella sabe. Cuando algo se le atraganta, su marido golpea puertas. Ella sigue trabajando en silencio. Coloca la punta del pino; se le tuerce hacia la derecha. Hace años que se tuerce. Es más, el mismo diciembre en que  compraron el árbol ya la punta estuvo torcida. El año que viene va a comprar otro árbol. Este año es demasiado tarde. Y hay mucha gente. Un chico llora. Un hijo de ella llora. Se queda quieta, frente al pino todavía sin adornos. No quiere que el chico baje y la encuentre. Escucha los pasos de su marido, arriba, en el pasillo que va a los cuartos. Y voces. El chico se calma. Ella entonces vuelve a su tarea. Se aparta del pino, toma distancia para poder juzgar si todas las ramas están en su lugar. Alineadas, parejas. El marido ahora se asoma por la escalera, en calzoncillos. ¿No subís?, dice. Quiere sexo, ella lo sabe. No lo dice pero ella lo sabe. En un rato, contesta. El marido sabe que ella no va a subir; el marido sabe que cuando dice “en un rato”, ella no sube. Se va enojado, aunque está descalzo se sienten sus pasos pesados en la escalera. A ella no le importa. Espera otra vez el ruido de la puerta que se golpea. Pero esta vez ese ruido no llega. Tal vez por el chico, para que no llore. O para que no se despierte otro. No le importa. Sólo le importa que el tiempo que le lleve a ella terminar de armar el árbol sea suficiente como para que el sueño venza el deseo sexual de su marido. Abre la caja donde están las bolas coloradas, todas iguales. Las cuenta. Cuenta las ramas. Las bolas son casi la mitad de las ramas. Las coloca rama por medio. Una sí una no. Dos se juntan donde termina la ronda y eso le molesta. Quita una, pero entonces se juntan dos ramas desnudas. Gira el árbol para que esa falla quede contra la pared y no se vea. Cuando termine de adornar el árbol va a subir, entonces sí. Busca dentro de la caja la estrella que irá en la punta. Se sube a un banco. La pone en la punta. La estrella se tuerce, junto con la punta, hacia la derecha. Una estrella dorada. Una estrella que fue dorada. Dos de las cinco puntas están raídas y se ve el cartón gastado. El año que viene va a comprar otro árbol. Y adornos navideños. Y una estrella de mejor calidad. El año que viene. Cuando no haya tanta gente. Mañana va a hacer el amor con su marido. Tal vez. Va a dormir la siesta antes, así a la noche no está cansada. Y sin ganas. Va a dormir la siesta; sí, mañana. Y va a comprar un árbol, el próximo año. Los chicos se van a enojar cuando se despierten. Pero el árbol va a estar listo, y el enojo al rato se les va a pasar. Busca las luces. Las coloca abrazando el árbol, girando alrededor. Las enchufa. Las luces de colores se prenden y se apagan. Dentro de la caja sólo queda el pesebre. Una casa de madera. La Virgen, San José, una cabra y un burro. Y el niño Jesús en el moisés. Su suegra dice que el niño no se pone hasta la Noche Buena. Recién cuando dan las doce. Pero a ella no le importa. En su casa, en la que ella vivía con sus padres, el niño estuvo siempre en el pesebre, desde el mismo momento en que se armaba el árbol. Un árbol más pequeño, sin estrella en la punta. Mañana va a dormir la siesta. Pero ahora no va a subir. Todavía no. Se va a quedar junto al árbol, sentada, sin hacer nada, mirándolo mientras todos duermen.
Publicado en ZENDA

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Hijos en tránsito de Claudia Piñeiro



Bajás a la playa, como lo hacías veinte o treinta años atrás, liviana de equipaje: la toalla, un libro y el bronceador. Ahora sumás el teléfono y los anteojos. Buscás un lugar donde ubicarte, el que a vos te gusta. No tenés que elegir más en función a otros. Sonreís aliviada. Extendés la toalla. Mirás las sombrillas a tu alrededor y te alegrás de que, por fin, solo tengas que pensar en vos. Ya no más cargar baldecito, palita, barrenador, tejo, pelota, una toalla para cada chico, paletas, cartas, dados, heladera con gaseosas y sándwiches. Ahora sos vos y tu alma. Tal vez, vos, tu alma y tu pareja, pero él se cuida solo. Te instalás mirando el mar, abrís el libro dispuesta a pasar un momento relajado. Como en el reflejo condicionado de Pávlov, el llanto de un niño a tu izquierda te pone en alerta. Pero te concentrás en el aquí y ahora y te das cuenta de que no hay por qué preocuparse. Ese chico no es tuyo, ese llanto no es tuyo. Desactivás la alarma interna, no te tenés que ocupar vos. Tampoco del otro que unos minutos después pide a los gritos que alguien lo acompañe al mar. Ni de la niña que viene corriendo desde la orilla a quejarse con el padre porque su hermano le tiró arena en los ojos. Ni de la cara de pocos amigos del adolescente al que la madre no convence de que se saque la ropa y salga de abajo de la sombrilla.
Nada de eso es ya tu problema. Podés leer, caminar, mirar el mar, lo que te plazca. Otra vez intentás sumergirte en la lectura. Sin embargo, algo no te deja. Es que anoche, a las tres de la mañana, te despertó el mensaje de uno de tus hijos, el que se fue de vacaciones a Cuzco, para avisarte que des de baja su extensión de la tarjeta de crédito porque le robaron la billetera. “¿Estás bien? ¿Cómo fue”, le respondiste. Esperaste diez minutos en vela porque la respuesta no llegaba. Diste de baja la tarjeta. Al rato: “Pirañas, mamá, le robaron a varios en el mismo lugar”. Vos no entendiste, era tan tarde, tenías tanto sueño: “¿Pirañas?” Y él no respondió sino una hora después, cuando justo volvías a quedarte dormida. “Así llaman acá a esos robos”. Insististe: “¿Vos estás bien?”. Nada. Le avisaste que la denuncia estaba hecha y agregaste unas preguntas: qué más le robaron, si tenía documentos, si le alcanzaba la plata para continuar el viaje. Tu hijo seguía desconectado. “Ya es grande”, te repetiste en la noche de insomnio, “tiene que saber cómo manejar esto”. Pero a la mañana en la playa, por las dudas, antes de empezar a leer, rodeada de llantos y quejas ajenas, le sumás dos o tres mensajes más indicándole cómo manejarlo. De paso chequeás si tu otro hijo, el que fue a San Luis, está conectado, y verificás que la última vez que lo hizo fue hace tres días. Te decís que seguro no tiene señal o se quedó sin batería. Que ya lo va a hacer. Y antes de dejar el teléfono confirmás que tu hija, la más pequeña que se fue de mochilera a Los Siete Lagos con tres compañeras de la facultad, tampoco está en línea. Pero de ella no sabés cuánto hace que no se conecta porque le sacó al teléfono la función que indica si vio o no un mensaje. Respirás otra vez, mirás el mar, luego las sombrillas a tu alrededor y añorás aquella época en la que sólo se trataba de cargar el barrenador.
Cada etapa tiene sus encantos y sus vicisitudes. Y para algunas vicisitudes uno está menos preparado que para otras. Nadie te avisa, por ejemplo, lo difícil que será la etapa de “los hijos en tránsito”. Ese tiempo indeterminado que puede empezar en algún momento posterior a la finalización del colegio secundario y que se extiende hasta que ellos deciden que quieren ir a vivir solos y pueden hacerlo. Cuando empiezan a decirte “vieja” o “viejo”, aunque vos no te sientas que lo sos. Uno de mis hijos me tenía agendada en su teléfono como “Javie”. Pensé que era un error, que había mezclado mi número con el de algún Javier, hasta que entendí que Javie era vieja con las sílabas invertidas. Como cuando decíamos “el broli” por el libro, o “un langa” por un galán. Había empezado la etapa en que dejábamos de ser “ma” y “pa” , para ser Javie y Jovie. Pero no tuve consciencia en el momento porque todo lo demás, en apariencia, seguía igual.
Todo sigue igual. Viven en nuestra casa pero no conviven con nosotros, cohabitan. Están pero no están. Intentan hacer su vida sin que nos metamos en ella, y nosotros tratamos de controlarlos con la muletilla: “Mientras vivas en esta casa”. Francoise Dolto lo explica muy bien: “podemos satisfacer sus necesidades económicas pero no sus deseos.” Ni sus ilusiones, ni lo que esperan de su vida inminente. Y lo que verdaderamente nos inquieta, lo que nos perturba, es que, por fin, tenemos que asumir que se van a ir. Ya se están yendo. Apenas están en tránsito. El sentimiento es ambivalente, por momentos queremos que se vayan ya y por momentos no queremos que se vayan nunca. Lo interpretaron con gran veracidad Oscar Martínez y Cecilia Roth en aquella película del 2008 de Daniel Burman: "El nido vacío". El título refiere a la época posterior, aquella en que los hijos ya se fueron y la pareja queda sola. Pero en realidad el presente narrativo es el momento anterior a esa partida. Leonardo, un dramaturgo prestigioso, y Marta, una socióloga que no llegó a concluir sus estudios, vuelven de una cena a la casa donde aún conviven –o cohabitan- con sus hijos. Y la encuentran como la encontramos todos: zapatos tirados por el camino, la cocina revuelta, el living con restos de bebidas, papas fritas, cigarrillos y otros restos de la noche. Leonardo abre la puerta del dormitorio de la hija y comprueba que no está. Marta le dice que la chica había avisado que tal vez no venía a dormir. Pero a él no lo alivia el “había avisado que tal vez…” y decide pasar la noche en un sillón tratando de escribir una nueva obra. Y esperando a su hija. La etapa de los hijos en tránsito es básicamente eso: una espera insatisfecha. Y no esperás sólo que regresen por las noches: esperás un llamado, la confirmación de que cenan o no en casa, la respuesta a si pasarán el fin de año con uno o con sus amigos. Deseas que hagan un mínimo movimiento que te deje tranquila y ellos, como si quisieran educarte en la espera, no lo hacen.
En la época de las vacaciones es donde, si no lo captaste antes, se pone en brutal evidencia la situación de hijos en tránsito. Porque es el momento en el que pueden elegir no pasarla con uno. Pero como la decisión la toman a sus tiempos, durante el período anterior abrigás la esperanza de que a lo mejor alguno quiera ir con vos y por las dudas alquilás un departamento que excede las necesidades de tus vacaciones. “Si falta más de un mes para el verano, mamá”, te dicen sorprendidos por tu ansiedad. Simulás paciencia. Te entusiasmás con la idea de que vendrán a medida que pasan las semanas y no concretan otro plan. Pero no, unos días antes de partir se les arma su programa y vos te alegrás porque están contentos pero te maldecís porque otra vez esperaste en vano. Por fin frente al mar, con el murmullo de las olas mezclado con el llanto del chico que quiere ir al agua y nadie lo acompaña, te das cuenta de que estás pensando como tu madre, hablando como tu madre, quejándote como te molestaba que lo hiciera tu madre. Entonces abrís el libro dispuesta a no ser tu madre y que ellos no acaparen tu atención aún en ausencia, mientras te preguntás: “¿Hasta cuándo?”. Respirás, chequeás una vez más el teléfono, le acercás la pelota que rodó hasta tu toalla al niño que juega a tu lado. Le sonreís a la madre que tiene cara de que no da más. Dejás la vista justo en el lugar donde rompe la ola. Y seguís esperando.

Publicado en Diario Clarín


La jaula de Javier Villafañe

CUENTO: "LA JAULA" DE JAVIER VILLAFAÑE La jaula Nació con cara de pájaro. Tenía ojos de pájaro, nariz de pájaro. la madre, c...